Ante la adversidad: unidad nacional y liderazgo político
Manuel Aguilera Gómez
15 de noviembre de 2016
Fue objeto de todo género de burlas por parte de prominentes políticos, incluyendo el propio Presidente Obama; su escasa cultura fue motivo de chascarrillos e hirientes ironías; los medios en su mayoría, se mofaban de sus primitivos planteamientos políticos; debido a sus ofrecimientos desmesurados mereció el menosprecio de amplios sectores “educados”. Todos se equivocaron. Con el apoyo de los norteamericanos ordinarios de tez blanca, de origen anglosajón y profesantes de prácticas religiosas protestantes (WASP) el señor Trump fue estructurando un incendiario discurso político de odio racista hacia los migrantes de color, catalogados como los causantes de los males de la sociedad estadounidense y, al mismo, tuvo capacidad de reclutar un ejército de xenófobos creyentes en un futuro de grandeza para la Unión Americana.
En una campaña electoral prolongada por más de año y medio, sólo formuló fogosas descalificaciones, amenazas, pronunciamientos irreflexivos. La razón fue aplastada por la pasión y la injuria. El saldo es irrevocable: la poderosa nación del norte américa eligió como su presidente a un hombre de singularidades mentales peligrosas.
La geografía nos hizo vecinos con Estados Unidos pero la historia –siempre viva—nos ha condenado a desempeñar el triste papel de limpiabotas, salvo momentos memorables entre 1917 y 1982. Ahora es preocupante la pequeñez moral y política de los funcionarios públicos mexicanos ante la nueva realidad impuesta por la presencia de Trump en la Casa Blanca. En el terreno económico, apelan al argumento de contar con altas reservas internacionales y la línea de crédito del FMI y enfrentar la fuga de capitales golondrinos mediante la previsible alza en la tasa de interés. En el terreno diplomático, los funcionarios confunden la extensión del aparato consular con fortaleza de la política exterior; hacen alarde del éxito de haber logrado que Trump contestase personalmente la llamada telefónica del presidente Peña y acordasen, en principio, una reunión en un futuro inmediato. En el fondo, todos albergan la esperanza de que las amenazas proferidas por el candidato Trump no las va cumplir como presidente. Es una actitud ilusa, irresponsable, miope.
Estamos en presencia de un personaje provisto de un poder político descomunal. Tiene el control de ambas Cámaras del Congreso y, por ende, contará con el apoyo legislativo para conseguir la mayoría en la Corte de Justicia; y lo más importante, ya está pensando, desde ahora, en la reelección para dentro de cuatro años. No hay duda; hará todo lo posible para cumplir sus ofrecimientos-amenazas.
Habrá algunos compromisos que enfrentarán la resistencia de los Halcones del Pentágono, como las relaciones con la OTAN; el papel de Japón-Corea en la defensa del sudeste asiático y el tratamiento al eje Rusia-China-Irán con respecto al conflicto con el llamado Califato. ¿Se atreverá a asumir los riesgos mundiales de separar la banca comercial y la de inversión como lo prometió?
Con los países económicamente débiles no habrá marcha atrás: perseguirá a los inmigrantes latinos, hostigará a los profesantes del Islam, acosará a los asiáticos y a los afro-descendientes. El advenimiento de una etapa de mayor discriminación racial parece inevitable con su natural secuela de odios y confrontaciones. Proseguirá la construcción de un tramo del muro en la frontera, que será financiado con cobros adicionales a los trámites consulares y/o derechos sobre las remesas, acelerará las expulsiones de ilegales y acosará a quienes tienen una calidad migratoria condicionada (dreamers).
En materia comercial, el gobierno entrante suspenderá todo debate legislativo relacionado con el Acuerdo de Asociación Transpacífico y exigirá la revisión del TLCAN; implantará algunos signos de proteccionismo comercial y, además de reducir las tasas impositivas a los causantes más ricos, ofrecerá estímulos fiscales adicionales para la repatriación de capitales y de empresas.
Esta agresividad política reinante en el suelo norteamericano arriba cuando el pueblo de México se encuentra profundamente dividido, inconforme con su gobierno, con los lideres políticos y espirituales, con los símbolos del poder; es un país inmerso en una crisis moral y política de proporciones alarmantes.
Nuestra política exterior no puede ser obra de ocurrencias sino expresión de una nación unida, decidida a defender su derecho a definir su destino. ¿Donde está el líder provisto de la fuerza moral y el talento para gestar la unidad, para cambiar el rumbo del país y conducirnos por senderos de patriotismo?
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