Un divorcio imposible
Román
10 de Enero de 2025
Todo respiraba alegría en aquella estancia que parecía haber sido exornada por las hadas en un momento de complacencia, con las más espirituales invenciones de la elegancia y el confort moderno; todo respiraba alegría, desde la estatua de la madona que sobre esbelta consola de mármol parecía sonreír con lentitud, hasta las exóticas figuras del tibor chino que en el centro de la pieza estaba, ancho de satisfacción por la exuberante flora de papel y tela que ostentaba. Todo respiraba alegría, repito, menos la fisonomía de los esposos que, reclinados con abandono en un diván, entreteníanse, él en arrugar entre sus manos un periódico y ella en anudar y desanudar los sedosos flecos de la rica cubierta roja de un cojín. Muy cerca estaban uno de otro aquellos cuerpos, muy lejos una de otra aquellas almas.
Un matrimonio de comienzos tan felices que se hace después imposible, ¡triste cosa! ¿Y todo por qué? Porque el marido encontró un día en su camino una mujer indigna con la cual dilapidó algunos centenares de pesos, y a la que dejó de amar al día siguiente, más al volver arrepentido al hogar encontró el desvío de la esposa, herida en su exquisita delicadeza. Y aquel desvío fuese acentuando por obra y gracia de la amiga íntima que le decía: ¡no perdones!, y del íntimo orgullo que murmuraba al oído: ¡sé implacable!
Dios había bendecido aquella unión con un querubín de negros ojos, de mejillas rosadas y sedosos rizos; pero el pobre niño languidecía en la atmósfera de nieve formada por la fatalidad en rededor de ambos esposos. Lo adoraban éstos; más ya no velaban unidos como en otro tiempo junto a su cuna, ni lo llevaban ambos a paseos, ni confundían sus besos apasionados sobre la frente nacarada del chiquitín. Acariciábanlo cada uno a solas, recatándose del otro y, el niño, triste, se preguntaba: ¿por qué cuando papá está conmigo, mamá no viene? ¿por qué cuando mamá me acompaña, nunca llega papa?
El día de que hablo al principio, María, la esposa, había pedido a Juan, el marido, una entrevista que debía ser decisiva: quería el divorcio. Juan había contestado sencillamente: “como gustes”; y después, ambos habían quedado silenciosos, él arrugando entre sus manos el periódico y ella anudando y desanudando el sedoso fleco del cojín.
Tras prolongado mutismo, María dijo:
-He mandado llamar a mi abogado.
-Está bien- replicó Juan con calma.
Aquella calma era no obstante tan dolorosa, tan siniestra, fulguraba en las pupilas del esposo algo tan triste y extraño, que María desvío los ojos temiendo encontrarse con una mirada irresistible.
-Partiré al lado de mis padres -observó la dama, y luego muy bajito añadió-; y me llevaré a mi hijo.
Irguiose Juan con violencia y con voz apagada pero terrible, respondió:
-Jamás. ¡Es mío!
-No, no; es mío.
-No reclamaré mi dote, pero quiero a mi hijo.
-Llévate en buena hora esa dote, llévatelo todo, todo menos a él.
Ambos quedáronse mirando, con mirada centelleante; luego ella, bajando los ojos casi suspiró un: “Tú lo has querido…no hay ya lazos que nos unan”.
Habíanse vuelto a sentar en el diván, sombríos, mudos…
En aquel momento una manecita blanca levantó la cortina de damasco que cubría una de las puertas laterales: asomó una cabecita radiante: dos ojos negros contemplaron con infantil asombro el doloroso grupo y destacándose por fin del fondo oscuro de aquel cuadro una figura angelical, tras breve indicación, corrió ligera hacia Juan y María prorrumpiendo:
- ¡Papá!, ¡mamá!
Anudó luego con ambos bracitos las pensativas cabezas de los cónyuges, de tal suerte que, al besarlas, su beso las unió con lazo de fuego; las dos bocas quisieron devolver el beso, y al intentarlo, como el niño retirase un punto la suya con impensado movimiento fundieron en ósculo ardiente, inopinado, fugaz…
- ¿Por qué estáis enojados? - exclamó el chiquitín apretando aún más el cariñoso nudo que había formado, y por toda respuesta un sollozo ahogado brotó de los pechos donde rugía antes la ira y la tempestad; resolviose en lluvia benéfica de lágrimas que fueron a caer sobre los sedosos cabellos del ángel fulgurando ahí como fulgura el rocío sobre la blanda espiga, en fresca mañana otoñal.
El divorcio se había hecho imposible.
*Román es, entre otros, seudónimo utilizado por Amado Nervo en sus colaboraciones para el periódico El Correo de la Tarde de Mazatlán, Sinaloa, según se consigna en el libro “Amado Nervo/Obras”.
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