Tepic, Nayarit, lunes 18 de marzo de 2024

Nayaritas del centenario

01 de Julio de 2022

Soy contador público de profesión, trotamundos de corazón y tengo planes para los próximos cien años. Mi mamá fue Soledad Salas, una pintora y escritora reconocida, del poblado de Bellavista. Recuerdo que fue galardonada en el Trapichillo por la fundación del doctor Julián Gascón Mercado. Mi papá fue Pablo Anaya Quintero. Ambos fueron personas con pocos estudios formales pero con gran sabiduría, yo creo que tomaron grandes decisiones. Mi padre nació aquí en Tepic, él quedó huérfano muy joven y se inició en las labores del campo. Logró consolidar varias pequeñas industrias. Aquí se fabricaba el Jabón Mololoa, teníamos también una fábrica de aceite, molinos de arroz y una algodonera. El algodón se sembraba en los predios rústicos que teníamos en la margen izquierda del Río Santiago: La Culebra, La Goma, Palos Blancos. Era un algodón de mucha calidad, tan fino y bueno como el de mucha fama. El algodón se enviaba a la industria textil de Puebla, un familiar lo recibía para venderla entre los textileros. En ese entonces trabajaba todavía la fabrica textil de Bellavista, pero se limitaban a ciertos artículos. Desarrolló también ganadería de muy buena calidad, ganado de leche y de carne. Exportaba a Estados Unidos productos del campo como la sandía, y en un periodo, cuando esta región del país fue llamada el Granero de México, enviaba cientos y miles de toneladas de maíz y frijol a la Ciudad de México. Cuando se fundó aquí el Banco Mercantil de Nayarit, que actualmente es el banco Bilbao, mi padre fue accionista y miembro del primer consejo de administración. Yo nací en la casa de la esquina de Querétaro e Hidalgo, una casa rentada. Fui inscrito en la escuela estatal Francisco I. Madero, la directora en aquel tiempo fue la profesora Ramona Ceceña. Ahí cursé de primero hasta cuarto año; parece que yo fui muy inquieto. Mi comportamiento y algunas pequeñas travesuras inquietaron a mis padres y la directora. Mi padre, por sus relaciones comerciales en Puebla, decidió enviarme al Colegio Benavente, un internado de hermanos Lasallistas. Días más tarde me llevaron a Puebla, nada más en la primera ocasión me acompañaron. Posteriormente me dejaban en Guadalajara y ahí me despedían y me subían al tren con rumbo a la Ciudad de México donde tomaba un autobús del ADO a Puebla. Creo que ese entrenamiento me hizo muy independiente, me dio seguridad el viajar de doce años solito en tren y en autobús. Fue un buen paso, una sabia decisión de mis padres. El colegio era estricto, casi militarizado, pero fomentaban mucho el deporte. Practiqué fútbol, basquetbol, espiro y otros juegos en los patios del colegio; los fines de semana íbamos a acampar a la zona boscosa y practicábamos el alpinismo. Asistíamos a misa, teníamos una capilla a la que íbamos todos los días. Casi todos la hacíamos de monaguillo, inconscientemente aprendimos algo de latín. Ahí estuve hasta el sesenta y dos, terminé la secundaria. Me fui a estudiar al Tecnológico de Monterrey la preparatoria y ahí decidí estudiar para contador público. Presenté mi examen profesional en el setenta y uno y regresé a Tepic para incorporarme en las actividades de mi padre. El negocio todavía estaba en su apogeo, me gustó andar con él en los ranchos y trabajando con el personal. En aquel entonces me invitaron a trabajar en la Universidad de Nayarit, todavía no era autónoma. El director de la Unidad de Contaduría y Administración me invitó a dar clases y acepté el reto. Empecé a dar clases y estando allí el rector me invitó a ser subtesorero de la Universidad; combinaba la docencia con el puesto administrativo. El negocio de mi padre tuvo altas y bajas, se tuvieron que vender muchas propiedades para pagar los pasivos, pero quedó suficiente para que vivieran ellos y nosotros holgadamente. Mis padres estaban sanos, el negocio estable y yo tenía muchas oportunidades de trabajo. Con permiso del rector y del director de la escuela, me retiré. Mis padres me apoyaron y en el setenta y cuatro me fui un par de años a Londres a estudiar inglés. Allá tuve la gran experiencia de tener un trabajo en una agencia enfrente de la casa de asiencia donde yo vivía. Mis funciones eran lavar y encerar carros que nunca había visto en mi vida, me pagaban doce libras esterlinas por semana. Aunque mis padres siempre me ayudaron, me alcanzó para pagar mi renta y me sobraba un poco para ir a algún pub los fines de semana a tomarme una cervecita. Allá estaba también mi hermana menor y con ella y otros amigos fuimos a Escocia a pasar unos días por allá. Hice otros viajes, contraté buenas agencias, fui a Dinamarca, Suecia y Noruega. Se me empezaron a abrir los ojos, comenzaba a conocer el mundo. Estuve en Escandinavia, en Grecia, Italia, Bélgica. Regresé a Tepic en el setenta y cinco y me integré a los negocios de mi padre muy contento y entusiasmado, pero mi mente seguía en Europa. Cuando conocí Estocolmo supe de un programa de la Escuela Internacional de graduados de cualquier parte del mundo para estudiar un diplomado de un año. Los seminarios se iban a impartir en inglés, ya tenía un nivel suficiente. Escribí un fax a la Universidad de Estocolmo, reuní los requisitos, hice algunas traducciones, me certificaron en la embajada y finalmente fui aceptado. Me fui desde junio para conocer y adaptarme, allá me esperaban hasta septiembre. Me presentaron a una chica mexicana que acababa de terminar el curso, ella me aconsejó tramitar un permiso laboral para aprender algo de sueco, practicar inglés y además ganar buen dinerito y otra experiencia. Y así lo hice, como ella me aconsejó. Un japonés me apoyó para trabajar en el hotel Amaranten, un hotel muy bonito en el centro de la ciudad. Me aceptaron y a los pocos días empecé a trabajar. Era un tipo bufet, había que estar temprano a las seis de la mañana porque a las siete llegaban los grupos. Mi trabajo junto con otros tres jóvenes de distintas nacionalidades era preparar las mesas, servir el café y acomodar la vajilla.  Fue sorpresa tras sorpresa, nuestro comedor era tan bonito como las demás áreas del hotel. Comíamos manjares como reyes, mejor que a la carta. El trato era excelente, no había discriminación. Un día me sentaban con la recamarera y al otro con el gerente. Nos daban un buen trato y buen sueldo. Ganaba tres mil coronas suecas, con la mitad de eso vivía, pagaba mi renta, el transporte, la comida y tenía para divertirme el fin de semana. En septiembre me llamó el director de la Escuela, por ser el único estudiante mexicano de esa generación, para invitarme como embajador de mi país para asistir a la ceremonia de entrega del Premio Nobel en el mes de diciembre. Regresé a mis actividades al terruño al terminar el año, las raíces son profundas. En el setenta y ocho llegué a Tepic y años más tarde conocí a mi esposa. Sergio Limón me presentó a ella y a sus hermanas en un café que estaba frente al templo de la Avenida México. El veintinueve de julio del ochenta y tres nos casamos, a los dos años vino nuestro primer hijo y un año más tarde el segundo. En el ochenta y nueve, con seis años de casado, me hablaron de la Universidad para ofrecerme oportunidades de becas para cursos cortos. Ya no me podía ir mucho tiempo por mis hijos, no podía irme un año o dos pero sí podía aprovechar esos viajes de cuatro o cinco semanas. No le iba a costar un peso al estado, todo era pagado. Hice la solicitud y fui propuesto por el gobierno del estado para ir a tomar un curso corto sobre tránsito y vialidad. Llegó la carta de aceptación de Suecia y me fui, éramos pariticipantes de partes de todo el mundo. El alojamiento me impresionó, era un hotel de una planta que después supe que era un monasterio que fue fundado por la patrona de Suecia, Santa Brígida, y que sus restos mortales estaban allí. Terminaron los cursos y regresé. A los meses me volvieron a buscar de la Universidad para ofrecerme otro curso sobre administración de proyectos nuevamente en Suecia. Hicimos algo parecido, me propusieron y fui aceptado. Me reintegré a mis actividades en el noventa y seguí con mis viajes aquí en el país. Cuando viajaba soltero soñaba también con que mi familia tuviera la misma oportunidad de viajar y se me concedió. Mi hijo Alejandro es ingeniero de control y computación, nos hizo abuelos hace unos meses. Trabajó en la Universidad y ahora nos ayuda aquí en nuestros negocios. Él se fue a estudiar inglés a Toronto, Canadá. Después yo descubrí que la Universidad de Florencia tenía un curso de idioma y cultura y le propuse ir a tomarlo. Lo inscribimos, se fue para allá y siguió mis pasos, lo inscribí en un curso de sueco, aprovechó para conocer algo de Estocolmo. Mi hijo el menor, Enrique, fue el alumno más destacado de su generación, es licenciado en ciencias y técnicas de la comunicación. También estuvo en Toronto, Canadá, en una escuela de idiomas de la que somos corresponsales. Me quedé un tiempo solo porque Paty, mi esposa, se fue con él. Creo que es una de las mejores cosas que he hecho en la vida: que ellos también conocieran algo de este pequeño mundo.”

Brígido Anaya, 76 añosContador trotamundos Él es #nayaritadelcentenario

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