Las ratas
Oscar González Bonilla
01 de agosto de 2020
Reproducir de nueva cuenta artículo de Amado Nervo con el seudónimo de Triplex en su columna Fuegos Fatuos, simboliza un gozo para los amantes de la buena lectura.
Fechado en 1895, correspondiente a la era Porfirista, Amado Nervo da cuenta del modus operandi de los rateros en la ciudad de México, plaga a la que considera más grandes y terribles,
Dilucidar además la posible connivencia entre amantes de lo ajeno y la policía, nos lleva a reflexionar que el mal persiste y persistirá por la siglos de los siglos, pues es un acto que deriva de la extrema desigualdad económica, motivado por la incapacidad de los gobiernos para incentivar a empresarios para ofrecer oportunidades de trabajo.
El tema es poco común en el titipuchal de comentarios de columna del tepiqueño, cuando menos en el libro de Mayra Elena Fonseca Ávalos que títuló “Amado Nervo: el periodista”, que engloba la recopilación de la obra del escritor en esa faceta, durante el periodo 1894-1898 que se desempeñó como reportero de El Nacional, de donde se hizo la copia de la crítica que hoy presento.
Pero no entremos en más berenjenales y dejemos que sea nuestro ilustre periodista, además poeta, quien lleve la voz cantante.
Fuegos Fatuos
Las ratas
Advierto a mis lectores que este artículo va en serio, por la importancia del asunto que en él toco. A lo menos así lo juzgo. Véanlo si no aquellas personas que gastan malamente su vida pasándola por las líneas de mis Fuegos.
Se trata de una de las más grandes y terribles plagas que sufre la Capital, como es la de los rateros, que se aprovechan del menor descuido y de la circunstancia más ligera para robar audazmente cuanto encuentran a la mano.
En la Prensa no se ve ya otra cosa, día por día, que el asunto de la monedita, el engaño fulano y la artimaña perengana, produciendo víctimas y más víctimas de los robos rateros, y es necesario, de todo punto indispensable, que se ponga todo empeño y se proceda con la mayor energía a extirpar una vez por todas esa calamidad pública que ha venido a hacerse potente y formidable contra intereses de los habitantes de la ciudad.
Según sé, y en parte me consta, la Policía conoce perfectamente a los rateros, y puede ser que hasta un registro tenga de ellos. La prueba mejor de ese aserto es que al acercarse cualquier acontecimiento ruidoso que provoca la aglomeración de gente en calles y plazas, como por ejemplo, las fiestas de la Patria y otras semejantes, antes de verificarse aquél son detenidos y encerrados gran número de rateros como medida preventiva para evitar que hagan uso de sus malas mañas entre las masas populares. Después que todo pasa se les pone en libertad nuevamente.
También se conocen las astucias que emplean para consumar sus robos, como el ala del ancho del sombrero ó los nudos del fleco de su sarape, para desprender el fistol de una corbata, la habilidad con que cortan la cadena que asegura el reloj que extraen de los bolsillos de un chaleco, en fin todos los numerosos medios y la pasmosa agilidad con que los emplean para el buen éxito de sus raterías.
¿Por qué, pues, no se toma una medida enérgica y bastante eficaz para librarnos por siempre de esa plaga? Si se conoce a los ladrones ¿Por qué no se les aprehende y se les pone en lugar seguro ó se les remite a donde no puedan causar daño?
La verdad es que me parece mucha paciencia por parte de la Policía para los rateros.
El otro día, con motivo de una grande aglomeración de gente en céntricas calles de la Capital, originada por los suntuosos funerales del señor Ministro de Gobernación, los rateros se paseaban por todos lados, yendo y viniendo de grupo a grupo, con le ojo atento y la mano lista esperando consumar sus pillerías. Y algunas personas que tienen motivos para conocerlos, al verlos decían en voz alta: “¡Cuidado con los rateros! ¡Ahí van dos, el de sombrero negro de anchas alas y el de la gorra café!”. Y por el estilo se escuchaban exclamaciones que los rateros recibían con el más repugnante cinismo, pues vi a uno de ellos, que, al señalarlo como ladrón, volteó la cara sonriendo al que le lanzaba el infamante anatema.
Y los gendarmes escuchaban todo aquello como quien oye llover, lo cual no me parece de acuerdo con la misión que tienen de cuidar del orden en todo sentido y de prevenir los delitos en cuanto es posible.
Y esto es ya materialmente imposible de soportarse, porque la seguridad en las calles anda por las nubes ¿De qué han servido todas las discusiones a que han dado origen los rateros? Prácticamente, de nada.
Bueno sería que se limitara el castigo de los rateros a raparles media cabeza y a detenerlos unos cuantos días en la cárcel, porque, libres de nuevo, vuelven a las andadas.
Otra cosa se necesita para extirpar esa plaga, y sobre tal punto me permito insistir, pues ya otra vez lo he hecho, dirigiéndome a las autoridades por el violento y radical remedio contra los rateros.
Triplex
Miércoles 9 de octubre de 1895.
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