He aquí a Rosario, la de “Nocturno” de Manuel Acuña
Héctor Osorio Lugo
28 de julio de 2020
“Era una mujer de sangre española, bastante morena y de cuarenta años. Alta y erguida, tenía la majestad de una princesa reinante. Su cabello negrísimo blanqueaba en algunos puntos; sus ojos, de un pardo obscuro, centelleaban en la cavidad de sus órbitas con la inequívoca luz de la inteligencia. Una nariz correcta, unos labios muy rojos, apretados y finos completaban esta fisonomía que debió ser soberanamente hermosa diez años antes, y que produce todavía una impresión agradable por su conjunto armónico, lleno de animación y de vida (…) Hablamos, y desde el principio me expliqué la fascinación que ejerció esta Rosario sobre los poetas que allá en su mocedad habíanla cantado como a una diosa. (…) Tiene un timbre de voz melodioso, una manera de decir que subyuga, porque da a cada palabra y sin aparente esfuerzo, el tono más apropiado para su efecto”.
Así vio a Rosario de la Peña Carlos Germán Amézaga, periodista peruano que quiso conocerla todavía con la conciencia de que ella había sido la causante del suicidio. Lo cierto es que la víspera del hecho Juan de Dios Peza dejó a Acuña a las puertas de la casa de Rosario. Ahí hay un vacío informativo. En el supuesto de que el poeta haya entrado a la casa, se hayan visto siquiera, sólo ella lo sabe y en esta entrevista que es el único documento disponible no lo dice.
“Acuña se ha matado por ti”, le lanzó a Rosario el mismísimo Ignacio Manuel Altamirano; quien más adelante, ya en cierta calma, escribe unas frases delicadas plenamente comprensivas con el escritor en su decisión.
¿En definitiva, por qué se mató Acuña?
Con la entrevista leamos a otros estudiosos ya contemporáneos nuestros. Evodio Escalante encuentra dos facetas del enamoramiento: “el poeta tuvo un sueño y (…) Rosario jugaba en este sueño el papel de la novia aquiescente”. Y, a partir de unos versos de Acuña, la otra faceta: “la dama (…), más allá de lo que ella misma se empeñó en divulgar entre sus conocidos, habría cedido alguna vez a los reclamos del pretendiente, para recobrar luego una fría distancia que acaba por propiciar el derrumbe del escritor.”
Marco Antonio Campos de plano remite el idilio a la eternidad: “por otras vías consiguió (Acuña) lo que en vida le fue negado: que Rosario fuera suya en el infinito vacío de la posteridad.”
Volviendo a la entrevista: Amézaga abandona su creencia de que ella es la responsable ante el convencimiento que le muestra:
"Si fuese una de tantas vanidosas mujeres, me empeñaría por el contrario, con fingidas muestras de pena, en dar pábulo a esa novela de la que resulto heroína. Yo sé que para los corazones románticos no existe mayor atractivo que una pasión de trágicos efectos cual la que atribuyen muchos a Acuña; yo sé que renuncio, incondicionalmente, con mi franqueza, a la admiración de los tontos, pero no puedo ser cómplice de un engaño que lleva trazas de perpetuarse en México y otros puntos. Es verdad que Acuña me dedicó su Nocturno antes de matarse (...) pero es verdad también, que ese Nocturno ha sido un pretexto nada más de Acuña para justificar su muerte (…)
Amézaga es incisivo, pide pruebas, y ella desbarra:
“¡Las pruebas! Todos hoy en México las conocen: dos hermanos de Acuña se han suicidado con posterioridad a él. Ya usted ve que eso no puede ser una casualidad sino una degeneración morbosa de (la) que existen por desgracia muchos ejemplos...”
Rosario de la Peña sí alimentó con esperanzas de realización un amor con Manuel M. Flores, el mejor de todos los poetas del grupo según Octavio Paz. Un gran grupo en el que destacaban dos escritores más cuyas vidas se mezclaron entre sí y con la pareja: Acuña (de quien dice Rosario en la entrevista que “sostenía relaciones con una poetisa notable”), y Agustín F. Cuenca (después esposo de “la poetisa notable”, Laura Méndez).
Las andanzas de un lugar de residencia en otro, las otras andanzas: amorosas, los muchos males y el vicio que minaban al autor de “Amémonos” (el célebre poema que empieza diciendo: “Buscaba mi alma con afán tu alma” del que Marco Antonio Muñiz en México hizo una bella versión cantada), impidieron la cercanía de Flores con su amada. La enfermedad venérea producto de una vida digamos que muy libre, su progresiva ceguera que llegó a ser total, echaron por tierra el anhelado enlace de Rosario y él. Un enamoramiento distante y trágico. Mucho de noviazgo, nada de matrimonio. Fue el único y verdadero amor de la musa inspiradora.
Manuel M. Flores murió a los 47 años de edad y once de cartearse con Rosario luego de declararle su amor desde el primer encuentro (lo que, por cierto, no era extraño en él pues hizo la corte a una cantidad altísima de mujeres incluso dentro de esta etapa epistolar de once años). Ángel José Fernández escribe que su severa pobreza impidió a las hermanas sepultarlo en una fosa a perpetuidad, por lo que no se tiene hoy en día la ubicación de sus restos. Es decir, que muy el amor de su vida, pero Rosario tampoco pudo darle digna inhumación.
Ella, anfitriona de escritores que se le rendían, centro de la atención de los contertulios, de quien se prendaron casi todos los principales autores de su tiempo, quien quedó plasmada en tantas obras, enamorada de un hombre que no supo o no pudo en aras de ella vencer sus esclavitudes: no contrajo nupcias jamás, no hizo vida sino con su madre.
Rosario de la Peña y Llerena, dos años mayor que Manuel Acuña, lo sobrevivió medio siglo: murió a los 76 años de edad.
Al nexo entre ambos, Carmen Toscano lo llama “mito romántico”; en su programa de televisión Pedro Ángel Palou lo califica, junto con el autor César Güemes, de “mito genial”. Vicente Quirarte se pregunta “qué sería del poema (…) sin la carga trágica que el poeta y su leyenda le han otorgado al fabricar el mito”. Para José Emilio Pacheco es un “mito de amor romántico”.
No es posible, o no lo ha sido a través de tantos años, completar la investigación que aclare el caso; lo que sí está claro es que nos dejó el texto más leído y pronunciado de las letras mexicanas, el más popular.
A continuación el celebérrimo poema.
NOCTURNO / A ROSARIO
I
¡Pues bien!, yo necesito
decirte que te adoro,
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto,
y al grito en que te imploro
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión.
II
Yo quiero que tú sepas
que ya hace muchos días
estoy enfermo y pálido
de tanto no dormir;
que ya se han muerto todas
las esperanzas mías,
que están mis noches negras,
tan negras y sombrías,
que ya no sé ni dónde
se alzaba el porvenir.
III
De noche, cuando pongo
mis sienes en la almohada
y hacia otro mundo quiero
mi espíritu volver,
camino mucho, mucho,
y al fin de la jornada
las formas de mi madre
se pierden en la nada
y tú de nuevo vuelves
en mi alma a aparecer.
IV
Comprendo que tus besos
jamás han de ser míos,
comprendo que en tus ojos
no me he de ver jamás;
y te amo, y en mis locos
y ardientes desvaríos
bendigo tus desdenes,
adoro tus desvíos,
y en vez de amarte menos
te quiero mucho más.
V
A veces pienso en darte
mi eterna despedida,
borrarte en mis recuerdos
y hundirte en mi pasión;
mas si es en vano todo
y el alma no te olvida,
¿qué quieres tú que yo haga,
pedazo de mi vida,
qué quieres tú que yo haga
con este corazón?
VI
Y luego que ya estaba
concluido el santuario,
tu lámpara encendida,
tu velo en el altar;
el Sol de la mañana
detrás del campanario,
chispeando las antorchas,
humeando el incensario,
¡y abierta allá a lo lejos
la puerta del hogar...!
VII
¡Qué hermoso hubiera sido
vivir bajo aquel techo,
los dos unidos siempre
y amándonos los dos;
tú siempre enamorada,
yo siempre satisfecho,
los dos una sola alma,
los dos un solo pecho,
y en medio de nosotros,
mi madre como un dios!
VIII
¡Figúrate qué hermosas
las horas de esa vida!
¡Qué dulce y bello el viaje
por una tierra así!
Y yo soñaba en eso,
mi santa prometida,
y al delirar en eso
con la alma estremecida,
pensaba yo en ser bueno,
por ti, no más por ti.
IX
¡Bien sabe Dios que ese era
mi más hermoso sueño,
mi afán y mi esperanza,
mi dicha y mi placer;
bien sabe Dios que en nada
cifraba yo mi empeño,
sino en amarte mucho
bajo el hogar risueño
que me envolvió en sus besos
cuando me vio nacer!
X
Ésa era mi esperanza...
Mas ya que a sus fulgores
se opone el hondo abismo
que existe entre los dos,
¡adiós por la vez última,
amor de mis amores;
la luz de mis tinieblas,
la esencia de mis flores;
mi lira de poeta,
mi juventud, adiós!
[1873]
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