Oscar González Bonilla
28 de Octubre de 2018
Luego que dos veces consecutivas negaron visar su pasaporte, quiso demostrar a los gringos del consulado de Guadalajara, Jalisco, que a pesar de su rechazo entraría a los Estados Unidos para amorosamente encontrarse con sus hijos.
Nada la detuvo, su deseo era superior a las trabas burocráticas que establecen la condición de tener en México trabajo estable, así como demostrar que el propósito del viaje es por placer, negocios o tratamiento médico, a cambio de autorizar permiso de entrada al país vecino.
Recordar este acontecimiento de 2003, a Sara Navarro Ramírez le acongoja. La visa no se la concedieron en 2000 y 2002. Por eso su hijo Octavio radicado en Las Vegas, le dijo por teléfono: “mamá, ¿te animas a venir?”. Como estaba muy enojada por la actitud de los gringos no lo pensó dos veces, lanzó el reto de que llegaría allá aunque ellos no lo quisieran.
Le giraron dinero, y temprano el día encaminó sus pasos llevando como principal equipaje una lista cargada de domicilios y teléfonos a donde recurrir. Poco le importó ser una mujer muy nerviosa que requiere siempre la compañía de otra u otras personas. Arribó a Nogales, Sonora, para dirigirse al sitio de teléfonos públicos que previamente le habían indicado que así lo hiciera. Pidió que le comunicaran a cierto número de teléfono de una señora que más tarde pasó al lugar a recogerla.
Permaneció dos días en Nogales. Enseguida le dijeron que la cruzarían por la línea, entonces su arreglo personal fue lo mejor que pudo, incluso con zapatos de tapa. Pero más tarde los “polleros” le indicaron que por la línea no se podría. Entonces lo harían caminando durante una hora. “Ah, dije, una hora yo me la echo. Pero que te cuento, cuando llegamos a la línea había un montón de drogadictos; íbamos cruzando cuando veo que uno de la pandilla sacó una navaja con la intención de amedrentar a los “polleros” para arrebatarles a los migrantes, o sea nosotros”.
Mientras se calmaban los ánimos, Sara dice que los mantuvieron encerrados en un cuarto. Para eso, ella hizo amistad con un joven como de 15 años de edad llamado Oscar, procedente de Guadalajara y que también llevaba la intención de llegar a Las Vegas. “Oscar, ya me dio miedo esto que estoy viendo, y me quiero regresar. No señora, ahora nos vamos, dijo, porque si se regresa la van a matar. Pues nos vamos, le dije. No se preocupe señora yo la voy a cuidar. Nada pa’tras, todo el tiempo pegadita a mí y nada le va a pasar. Y sí, siempre me fue protegiendo”.
Cuando habían caminado como doce horas, Sara, en ese tiempo de 55 años de edad, sintió desfallecer. “Me dieron calambres, entonces fue que le dije a Oscar: hijo aquí me voy a quedar, aquí me voy a morir, ya no puedo caminar. No, aquí no se me queda”. Les dijo a los “polleros” que la señora ya no podía caminar y pidió descanso para ella. Sara dice que ellos (el grupo de acompañantes) tendieron sus chamarras y la acostaron a la sombra de un huizache. “Pasaron alrededor de quince minutos, y cuando desperté recibía masaje en las piernas, los brazos y todo el cuerpo. Me restablecí”.
Continuamos la marcha. Pasamos por entre ranchos de los texanos, o no sé qué cosa. Recuerdo tuvimos que cruzar por un túnel como de 30 metros de largo, pero estaba presa de temor. Usted no se preocupe, Sarita, le dijo Oscar, nos vamos a ir gateando y yo delante de usted, conforme avancemos agárrese de mis botas. Salimos del túnel. Luego nos hicieron que nos tiráramos de panza, escondidos, como en las películas de texanos, hasta en tanto pasara un vehículo por nosotros”.
Sara Navarro Ramírez con alivio narra que llegaron a Tucson, donde se enteró que el jefe de los “polleros “era un hombre discapacitado, quien “les puso una maltratiza, como no te imaginas ¡cómo se les ocurre traerme esta señora! Porque yo tenía las piernas…. (Hace con las manos la figura cuando están superinflamadas) les dijo hasta lo que no”. Expresa que el personaje que hacía las veces de superior del grupo de “polleros” les dio un buen trato.
De allí los indocumentados fueron transportados a otra ciudad (Sara no recordó el nombre, seguramente porque se le dificulta el conocimiento del idioma inglés). “Allí dormimos, pero previamente nos bañamos y nos prestaron ropa limpia, con el propósito de que laváramos la nuestra y al siguiente día llevarnos a nuestro destino, pero ya sin las huellas ni mal olor de la travesía por el desierto de Arizona”.
Cuenta que a ella y Oscar, su compañero de peripecias, los llevaron a Las Vegas. “Para ese entonces iba arreglada de mis chinos, con lentes parasol y ropa limpia, fue entonces que Oscar, mirando mi nueva figura, dijo: No cabe duda que las mujeres son más valientes que los hombres”.
Felizmente llegó al domicilio de sus hijos Octavio y César Hernández Navarro, hoy de 38 y 30 años de edad, respectivamente, con quienes se fundió en un largo abrazo. Aunque no me lo dijo, es de suponer que hubo besos y también lagrimas. “Y con ellos, con mis hijos, duré año y medio en Las Vegas”.
Sara Navarro Ramírez nació en La Labor, municipio de Santa María del Oro, el 28 de noviembre de 1948. Hoy, a sus casi 70 años de edad, forma parte de “Júbilo, Colectivo Escénico” que en una tercera temporada tiene la puesta en escena de la obra Farsa y Justicia del Señor Gobernador, se trata ni más ni menos de la adaptación del director Octavio Campa Hernández a la original de Alejandro Casona.
Ella hace el personaje de una monja, con una muy buena actuación que logra al acatar al pie de la letra indicaciones del director. Pero además se sublima porque está imbuida de fe, misma que le inculcaron sus padres Ramona Ramírez y Pedro Navarro. Amén de haber nacido en un pueblo con raíces profundas de catolicismo, aunque a La Labor han penetrado desde hace muchos años otras religiones, en Sara no se alteran su catolicismo. Y para reafirmar lo anterior, en fecha reciente en peregrinación fue a visitar la virgen de Talpa en la basílica de aquel lugar del estado de Jalisco.
Ella no es jubilada del Sindicato de Empleados y Trabajadores de la Universidad Autónoma de Nayarit (SETUAN), donde el grupo teatral tiene su génesis. Sara, desde que tenía 21 años de edad, fue abandonada por el padre de sus tres hijos: Rocío, Octavio y César, a los que dio manutención a fuerza de laborar siempre como empleada doméstica. Confiesa que participar en teatro le ha permitido ser una persona sin complejos, abierta con todo el mundo. “Estoy encantada, bien contenta, porque siento que he logrado muchas cosas, tanto en mi persona como en mi forma de ser y pensar. Para bien, mucho he cambiado”.
Del libro Júbilo tras el telón