Estamos atrapados en el peor de los mundos. No se han logrado estructurar las corporaciones policiales estatales y hay un rechazo a legislar sobre los alcances y límites de la intervención de las fuerzas armadas en labores de prevención del delito. La inseguridad campante es signo de irresponsabilidad política colectiva, del extravío que nos asfixia.
Acostumbrados a utilizar a las policías como guardias pretorianas, los munícipes han ofrecido tenaz resistencia a su extinción pese a su indubitable complicidad con el crimen. El rechazo está presente en todos los Estados pero sobre todo en aquellos donde está muy arraigada la presencia panista. Bajo la excusa de la autonomía, los munícipes no admiten la posibilidad de gobernar sin cuerpos policiales bajo su mando. En el fondo impera la defensa de un sistema de contubernios con la delincuencia.
Análoga actitud asumen influyentes grupos políticos ante la demanda de las fuerzas armadas de una legislación definitoria de sus funciones en las tareas de prevención del delito, a efecto para contrarrestar la campaña en su contra, por parte de algunas organizaciones civiles defensoras de los derechos humanos. Proclaman que una legislación de esta índole abre la puerta a la militarización permanente de las tareas de prevención y persecución del delito, sin admitir que la presencia de la marina y el ejército en las calles está supeditada a la creación de policías estatales. A medida que estos cuerpos se instalen, las fuerzas armadas irán retornando a sus cuarteles.
La opción que plantean los detractores del modelo de las corporaciones policiales estatales es el establecimiento del llamado “mando único”, es decir, instaurar un sistema de integración de las policías municipales bajo el mando y dirección de un jefe policial designado por los congresos locales. Se niegan a reconocer una realidad incontrastable: donde se ha instaurado, tal sistema no funciona porque las complicidades policiales municipales terminan por imponerse y reducen al coordinador a la condición de una figura decorativa, incapaz de imponer disciplina y asegurar lealtad a sus integrantes.
Otra de las deficiencias del sistema policial reside en que la investigación de los delitos recae solo en el ministerio público. Es preciso conferir a las corporaciones policiales el papel de investigadores coadyuvantes de los delitos. Para ello, se requiere crear un sistema nacional de identificación facial, dactiloscópica y genética de las personas, administrado por órganos ciudadanos, pero obligado a brindar información solicitada por las policías. Este sistema no se implantó hace ocho años porque un personaje vinculado con el poder presidencial insistió en el sistema de identificación a través del iris de los ojos. Era una propuesta absurda. De nueva cuenta, las perspectivas de los negocios privados se impusieron sobre las necesidades sociales.
En América Latina prevalece una organización política propia de las repúblicas centralistas lo cual implica que los cuerpos policiales tienen un carácter nacional. Por lo general, son cuerpos sometidos a un régimen disciplinario muy estricto, capacitados tanto para perseguir delincuentes como para dirigir el transito en las calles. Atendiendo a la realidad de una república federal como México, la propuesta consiste en crear corporaciones policiales estatales debidamente profesionalizadas, integradas por personal rigurosamente seleccionado y debidamente capacitado, sujeto a normas de conducta que a veces pueden llegar a ser incómodas para una sociedad habituada a los arreglos “debajo del escritorio”. Sin embargo, la disciplina policial y el respeto de la sociedad a los miembros de estas corporaciones será más asequible al establecer prácticas de investigación que sustenten las acusaciones en evidencias y no tanto en la confesión del infractor, obtenida a menudo bajo la presión de la tortura, como sigue siendo habitual.
Estamos en presencia, en más de un sentido, de un federalismo en crisis debido a la debilidad del gobierno federal para actuar como articulador de la república. Con la violencia incontrolada, están reapareciendo los signos ominosos de la anarquía política imperante en las décadas iniciales de la vida independiente de la nación como consecuencia del progresivo debilitamiento del gobierno general, en particular del Ejecutivo Federal. En estos temas, son impensables los milagros e imperdonables las simplificaciones de todo gobierno que ejerce la autoridad es, por definición, autoritario. Necesitamos gobiernos comprometidos con la seguridad de las personas. (Continuará)
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