Un discurso vigente aún
Sergio Mejía Cano
29 de noviembre de 2016
Este pasado 22 de noviembre se cumplió un año más del magnicidio del entonces presidente norteamericano en 1963, John F. Kennedy, hecho que siempre ha llamado la atención de quien se sintió insultado en su inteligencia y se sigue sintiendo debido al cuento de echarle la culpa a un chivo expiatorio, Lee Harvey Oswald, como único tirador; tal y como la burda copia con el asesinato aquí en nuestro país del candidato a la Presidencia de la República, Luis Donaldo Colosio Murrieta, con tantos Aburto de por medio.
Desde luego que es inútil tragarse el cuento de que fue un solo individuo el que disparó contra Kennedy, y menos hoy en día que con la tecnología existente ya no se puede ocultar que fueron más de dos francotiradores quienes intervinieron para acabar con la vida de un presidente incómodo para los grandes intereses gringos; porque se ha documentado que el descendiente de católicos irlandeses nacido en América pretendía suspender la agresión invasora a Vietnam y porque había hablado sobre las sociedades secretas dueñas del capital, cosa inadmisible, según un discurso que se le atribuye a Kennedy, para un país que se consideraba libre y democrático.
Y buscando en internet más sobre Kennedy, me topé con un discurso atribuido a éste que en cuanto lo leí, no sé por qué me dio en pensar en Carmen Aristegui y en otros periodistas debido al contenido. “El discurso que mató a Kennedy”. Y he aquí lo que supuestamente dijo John F. Kennedy, supuestamente porque es audio y no se podría afirmar de bien a bien si lo pronunció él o si los subtítulos concuerdan con la palabra en inglés: “Damas y caballeros, la mera palabra ‘secreto’ es repugnante en una sociedad libre y abierta, y nosotros, como personas, nos oponemos intrínseca e históricamente a las sociedades secretas, a los juramentos secretos y a los procedimientos secretos. Y hay un grave peligro de que un necesario incremento de la seguridad sea aprovechado por aquellos ansiosos de expandir su significado a los límites de la censura y el ocultamiento oficiales, y me propongo impedir eso por todos los medios de que dispongo. Y ningún oficial de mi administración, ya sea de alto o bajo rango, civil o militar, deberá interpretar lo que estoy diciendo como una excusa para censurar las noticias o ahogar a la oposición o para encubrir nuestros errores o para apartar de la prensa y del público los hechos que merecen conocer.
“Pero nos enfrentamos, a nivel mundial, a una despiadada y monolítica conspiración que confía básicamente en los medios secretos para extender su esfera de influencias en la infiltración en lugar de la invasión, en la subversión en lugar de las elecciones, en la intimidación en lugar de la libre elección, en guerrillas nocturnas en lugar de ejércitos a la luz del día. Es un tejido que ha reclutado extensos recursos humanos y materiales, construyendo una densa red, una máquina altamente eficiente que combina operaciones militares, diplomáticas, de inteligencia, económicas, científicas y políticas. Sus preparativos son encubiertos, no publicados. Sus errores son enterrados, no anunciados en titulares; sus disidentes son silenciados, no elogiados. “No estoy pidiendo que nuestros periódicos apoyen a la administración, les pido ayuda para la difícil tarea de informar y alertar al pueblo americano, porque tengo una total confianza en la respuesta y dedicación de nuestros ciudadanos una vez estén bien informados.
“No quiero ahogar la controversia entre vuestros lectores, es más, les doy la bienvenida. Esta administración pretende ser honesta con sus errores porque, como dijo una vez un hombre sabio: ‘Un error solo se convierte en equivocación cuando rechaza corregirlo’. Pretendemos asumir la responsabilidad de nuestros errores y contamos con vosotros para apuntarlos si no los vemos.
“Sin debates, sin críticas, ningún país puede tener éxito, y ninguna República puede sobrevivir. Es por eso que el legislador ateniense Solón decretó que era un delito que los ciudadanos se cerrasen al debate. Y es por esto que la prensa está protegida por la primera enmienda. El único negocio de América al que la Constitución protege específicamente no para entretener o divertir, no para insistir en lo trivial y lo sentimental, no para simplemente ‘dar al público lo que quiere’, sino para informar, para inspirar, para reflexionar, para exponer nuestros peligros y nuestras oportunidades, confiando en que, con vuestra ayuda, el hombre será como debe ser por nacimiento: libre e independiente”.
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