La separación de la Gran Bretaña de la Comunidad Económica Europea es un hecho digno de un análisis sereno y cauteloso. No fue una decisión adoptada en los más altos sitiales del poder político sino obra de una amplia consulta a la sociedad mediante el método de referéndum. Fue la expresión del hartazgo de una sociedad que recibe en forma desigual los supuestos beneficios de la globalidad, la generación que reacciona ante el costo del impasible neoliberalismo Thatcheriano. Veamos los antecedentes.
Una vez concluida la Segunda Guerra Mundial y ante la preeminencia de Estados Unidos en el terreno comercial, financiero, militar y político, empezó a surgir en los países del viejo continente una corriente a favor de la creación de una comunidad de naciones europeas. Este impulso comenzó a concretarse con el Tratado de Roma (1957) firmado por Francia, la República Federal Alemana, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, pacto político destinado a un mercado común mediante la supresión de los derechos aduanales, la libre circulación de personas, servicios y capitales, la instauración de políticas comunes en materia de transportes, constitución de un Banco Común de Inversiones. Quince años después, Dinamarca, Irlanda y Gran Bretaña se adhirieron. En los años subsecuentes varios países solicitaron su incorporación a la que se denominó Unión Europea hasta llegar a integrar 28 países miembros. Se hicieron serios esfuerzos para fortalecer a la Unión mediante instituciones propiamente europeas (en sustitución de normas nacionales) a partir del Tratado de Masstricht en donde se planteó la creación de un Banco Central Europeo y la emisión de una nueva unidad monetaria denominada Euro.
Para la aceptación del Euro como moneda, varios gobiernos llevaron a cabo consultas políticas internas; en un referéndum, la Gran Bretaña rechazó renunciar a su moneda (la libra esterlina) y someterse a la disciplina del Banco Central Europeo. Actitud análoga asumió Holanda. Fue el primer indicio de desacuerdo interno. Hace dos semanas, de nueva cuenta por la vía del referéndum, la voluntad popular mayoritaria británica expresó su preferencia de abandonar la Unión Europea. Ganó el Brexit, triunfó el desencanto. Si bien los resultados del referéndum no son vinculantes para el Gobierno, el Primer Ministro inglés Cameron, los aceptó y anunció su decisión de separarse del cargo. A la luz de estos resultados, los representantes políticos de la Unión Europea comenzaron a apremiar a las autoridades europeas a iniciar los trámites para su separación, proceso que tomará alrededor de dos años.
Al conocerse los resultados del referéndum se hicieron patentes las maniobras especulativas en las bolsas de Shangai, Tokio y otras del extremo oriente al conocer anticipadamente los resultados del referéndum; en el Gran Casino Universal se apresuraron a apostar en contra de la libra esterlina y saldaron las sofisticadas operaciones en el gigantesco mercado bursátil.
A pesar de que las transacciones comerciales con la Gran Bretaña representan menos del 1% de comercio exterior mexicano, el triunfo del Brexit ofreció a las autoridades hacendarias la oportunidad para anunciar un nuevo recorte presupuestal. Buscaron una excusa para implantar una decisión tomada de antemano. ¡No fue una justificación sino un pretexto!
El móvil central de los ajustes presupuestales fue otro: miedo al déficit. La recuperación del precio internacional del petróleo no ha sido suficiente para compensar la reducción de los ingresos públicos relacionados con la compraventa de gasolina y otros combustibles. Por esta razón, además del recorte, también elevó el precio de venta de la gasolina y de la electricidad. Se esfumó la vanagloriada declinación de las tarifas eléctricas.
Impera en las oficinas de la Secretaría de Hacienda una obsesión: lograr al final del año un déficit cero y por esta vía acreditar la publicitada “estabilidad macroeconómica, con su elevadísimo costo social. Es un certificado de buena conducta ante los banqueros internacionales, avalado por una economía milagrosa: las devaluaciones del peso no se reflejan en los precios internos, no afectan la economía de las familias, gracias a las manipulaciones estadísticas de la pareja infernal compuesta por el Banco de México y el INEGI, su comparsa reciente. ¿Les importa el costo social de paralizar la economía?
Estabilidad macroeconómica: ¡cuantas atrocidades se cometen en tu nombre!
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