Cientos de miles de mexicanos vimos a través de las pantallas televisivas, la misa celebrada por el Papa Francisco en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, lugar emblemático de la rebelión de los pueblos indígenas chiapanecos el primero de enero de 1994. Además de miles de campesinos procedentes de las diversas regiones de la geografía chiapaneca, asistieron familias prominentes de la sociedad y de la vida pública de ese feraz, sureño estado, enarbolando apellidos de abolengo, la crême de la crème de la sociedad chiapaneca de prosapia caucásica.
El Papa lamentó la exclusión de los indígenas en la sociedad mexicana en general, y de sobremanera en el mundo chiapaneco. Lo escucharon decenas de miles de hombres y mujeres descendientes de quienes hace más de veinte generaciones fueron perseguidos por los encomenderos, expulsados de sus heredades por terratenientes amparados en mercedes reales abusivas, víctimas de un atroz colonialismo interno, sacrificados por la práctica secular de un ambicioso intermediarismo con el café, seres humanos aprisionados en una precariedad productiva que los ha condenado a una vida de hambre y alcoholismo. Sin saberlo, en el frontispicio de la puerta de entrada a su vida está inscrita la frase de Dante: “Los que entran aquí, deben abandonar toda esperanza”. Es el infierno en vida.
Al igual que en todas las regiones tropicales, en Chiapas el café ha sido signo de secular miseria para los indígenas y fuente inagotable de riqueza de los voraces intermediarios. Inmersos en la soledad sombría de la pobreza y el aislamiento, su cultura los arraiga a la tierra y, por ello, los indígenas chiapanecos no tienen vocación de migrantes, como en otras regiones. Están atrapados en si mismos, en su realidad, en su pasado convertido en presente inacabado, en futuro de desesperanza. Es la emboscada de la miseria trans-generacional.
En las campañas políticas para gobernador o para presidente de la República, es práctica imprescindible la convocatoria a las etnias para brindar oportunidad a los candidatos de disfrazarse con atuendos propios de la región; esa escenografía es propicia para expresar “su indignación” por la dolorosa situación de sus compatriotas y ofrecer que “si el voto popular los favorece” consumarán la mágica y anhelada trasmutación de esa dolorosa realidad en un floreciente porvenir de prosperidad infinita.
Hasta donde mi memoria me permite recordar, en medio siglo ningún presidente --salvo López Portillo—aludió en su discurso de toma de posesión a la situación de los desventurados indígenas remotos de las fanfarrias citadinas. Los discursos políticos tienen como destino final el cesto de la basura, sumidero de casi todas las promesas y compromisos de campaña expresados en el fervor de la competencia comicial. Las conminaciones papales tendrán el mismo fatal destino: están condenadas a extinguirse en la densa espesura de la selva sin mover la conciencia de los compradores de café, de los vendedores de aguardiente y de los políticos que alguna vez se disfrazaron de choles, zoques, tzeltales o tojolabales.
Reivindicar a los campesinos minifundistas de las regiones indígenas no es un tarea sencilla ni se pueden ofrecer resultados inmediatos. Tratándose de los miniproductores de café será preciso inducirlos a abandonar su condición de simples recolectores para convertirlos en verdaderos productores. Implica un formidable esfuerzo de cambio tanto cultural como productivo: aumento progresivo en las densidades de siembra, con variedades de alto rendimiento, con prácticas fitosanitarias que les permitan combatir con eficacia las plagas (la roya y la broca, principalmente), la implantación de procedimientos de beneficio para conservar los aceites esenciales del grano y asegurar al productor precios redituables. En el pasado, proyectos de esta envergadura se pusieron en marcha en escala muy pequeña con el apoyo financiero del Banco Mundial (Programa Pider-Inmecafé) y que, como suele ocurrir, fueron arrasados por los gobiernos neoliberales.
Ante el Jefe supremo de la Iglesia, invadidos por un júbilo desbordado, los ricos pidieron la bendición; los políticos aspiraron al perdón por sus mentiras; y las etnias, con el atronador clamor de su silencio ancestral, clamaron compasión.
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