Tepic, Nayarit, jueves 21 de noviembre de 2024

El Papa vino, vio, escuchó la voz del pueblo, y se fue.

Manuel Aguilera Gómez

17 de Febrero de 2016

Después de reiteradas invitaciones formuladas por el gobierno mexicano, finalmente el Papa Francisco accedió a visitar nuestro país.

En el agobio de la organización y la logística, la turbación entre la laicidad y la tolerancia religiosa, reinó la confusión política: el Papa aseveró que su visita tenía un carácter pastoral pero el Gobierno lo recibió con los honores propios de Jefe del Estado Vaticano, incluso varios de los políticos asistentes a la ceremonia en Palacio Nacional pusieron su rodilla al suelo para besar el añillo papal, como signo de sumisión y obediencia al jerarca.  

Fue una jornada fatigosa: Ciudad de México, Ecatepec  (el Estado de México), San Cristóbal de las Casas (Chiapas) Morelia (Michoacán) y Ciudad Juárez en la frontera Norte. Fue un viaje agotador, pletórico de expresiones de simpatía popular y respeto hacia el pastor espiritual de los católicos y líder universal de una vasta organización político-religiosa (el Estado del Vaticano-iglesia) extendida a casi todo el mundo.

En su peregrinar por algunas ciudades emblemáticas del país, el Papa lanzó  innumerables expresiones de censura hacia la hipocresía y el clima de intrigas imperante en el clero mexicano y su proclividad mundana arropada en su vocación por las complicidades; invitó a crear las condiciones materiales para evitar que los mexicanos se vean en la necesidad de abandonar su tierra debido a la ausencia de oportunidades de empleo o para escapar de su destrucción física por manos criminales y deshumanizadas de los traficantes de la muerte; demandó a la sociedad a solidarizarse con quienes no tienen acceso a la cultura y al trabajo honorable, con las nuevas generaciones que no encuentran cauce para sus legítimas aspiraciones; censuró el uso de bienes “que han sido dados para todos, utilizándolos  tan sólo para mi o para los míos”.  En resumen:  refrendó su expreso deseo de que México recobre su condición extraviada hace varios lustros y convertirse en lo que alguna vez fue:  “tierra de oportunidades”.  

Seguramente, en las próximas 48 horas, sus postulados girarán en torno a la dramática e inmutable exclusión de los pueblos indígenas, sumidos en la explotación de siglos, en la miseria,  en el hambre y  en el alcoholismo; a los problemas de criminalidad y su secuela de muertes violentas asociadas al imperio de la  incompetencia para ejercer el poder y brindar a la sociedad la seguridad en sus vidas y sus patrimonios; y en la frontera, los temas de la desprotección de los migrantes, su masiva desaparición forzada y la grotesca impudicia de un muro ignominioso levantado por el Imperio para contener la ira social que fluye desde Centroamérica y se nutre en nuestro país. La patética desnudez de nuestra realidad acompañará al Papa por su breve peregrinar en el territorio nacional.  

Restituir a México su carácter de “tierra de oportunidades” es un deseo generoso para un pueblo abandonado a su suerte por gobiernos aferrados a los dogmas y directrices de la supremacía financiera, víctima de administraciones dedicadas a utilizar el poder público para gestar oportunidades de negocios personales,  indiferentes a la extinción progresiva de un nacionalismo exánime en aras de la globalización, alejado de las necesidades apremiantes de amplios sectores sociales agobiados por la desesperanza y la inseguridad.

El Papa Francisco no descubrirá nada nuevo. Simplemente verificará los testimonios de una realidad acopiada a través de los informes de sus obispos y otras fuentes de su amplia red clerical en todo el país. No comparto la perspectiva de que su visita modificará para bien el rumbo del país. Los intereses asociados al poder permanecerán incólumes, persistirán los “mareados por poder, el dinero y las leyes del mercado”, según la expresión papal en San Cristóbal, y la filosofía económica seguirá imponiendo sus dogmas. Los acontecimientos fluirán hasta que los mexicanos tengamos la decisión colectiva de cambiar, a través de las instituciones, el destino de nuestro gran país.   

El Papa vino, vio, escuchó la voz de un pueblo vivo, constató la dureza de la vida cotidiana de la mayoría de los mexicanos y se fue.

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