Tepic, Nayarit, sábado 22 de febrero de 2025

Una historia vulgar

Amado Nervo

22 de Febrero de 2025

¡Oh!, me cautiva en las mañanas de primavera, esa Alameda de México, donde los estudiantes pierden el tiempo agrupados en esta o aquella glorieta, sobre una novela naturalista o un reportazgo sensacional donde las niñeras, en tanto que los bebés juegan cerca de ellas con la matraca, con el aro, con el velocípedo, charlan o dormitan. ¡Las niñeras de albísimas cofías y delantales de imperial! ¡Cómo me hacen pensar en aquellos días, ya tan lejanos, en que pasaban por mi mente en regocijada turba Tom Pouce y Pulgarcillo, la Caperucita Encarnada y el Príncipe Deseo, Blanca de Nieve y los Siete Enanos!

En la gran avenida que limita el paseo por el lado sur, el eterno y desbordante hormigueo de pedestres afanosos, de trenes elegantes, de bicicletas fantásticas; en la Mariscala, San Juan de Dios y San Hipólito, el trajín perenne de tranvías y carros, y ahí, en medio de las dos arterias, los umbráticos árboles llenos de fru-frus de hojas satinadas y levísimos crujimientos de brotes en cinta, en preñez plena, en cuyos ramajes se cuelan los rayos de un sol limpio y ardiente, dejando un reguero de manchas circulares en los céspedes; el ch… ch… persistente del vapor de la estufa, el comadreo de los pájaros y la suave frescura del ambiente. Y luego, la guapa muchacha que atraviesa, contoneándose, las glorietas rumbo a Plateros; el joven teniente que la persigue, tieso, marcial, solemne, con la siniestra sobre la empuñadura de la virgen espada; la familia lugareña que se detiene frente a la gran pajarera; el papelero que nos pasa por los ojos el periódico, caliente aún, de la mañana; el gendarme que recorre a lento paso las calzadas, agitando a guisa de batuta la barnizada macana; los chillidos del motor de los caballitos; el quejumbroso acento del orquestón, que rumia Sobre las olas y Después del baile, y run run de la podadora que tritura la hierba lacia y húmeda, verde esmeralda.

Se está bien ahí, a la sombra, en la banca de hierro, con el autor favorito en la mano.

Y en una de esas bancas, frontera al minúsculo chalet de la Dirección General de Paseos, y en una de aquellas mañanas de efluvios frescos y cielo limpísimo, leía yo, Pascual Aguilera, un libro de Dauder.

¿No han oído ustedes por ventura mi nombre?, ¿no lo conocen? ¡Pues a dar un vistazo a los aparadores de las principales librerías de la capital, amigos míos, que aquí hallarán entre un Pachín González y una Juanita la Larga, en dieciseisavos, con blancos forros y rojo título, mis versos: Lieders de nieve! ¡Oh, mis versos…! No se venden mucho que digamos, pero en fin, se ven ahí, que es lo que importa, codeándose con el sabroso castellano de don Juan Valera. Además, yo no necesito que se vendan. A todos los que me han dicho: “Hombre, ¡dónde están tus versos, que quiero comprarlos”. Les he respondido: “De ninguna manera, yo te regalaré un ejemplar”.

Así veo que lo hacen los otros autores y el procedimiento me parece muy natural.

Y porque es muy natural, la sorpresa que recibí aquella mañana fue grande, si muy grande.

Imagínense ustedes que una muchacha, la más linda que he conocido, precedida de su criada y con un libro en las manos, llegó a donde yo estaba; que ambas se instalaron a mi lado, la muchacha cerca, cerquita de mí; que en tanto que la fámula hacia vagabundear sus ojos por la glorieta inmediata, la niña abrió su libro y se puso a leer, y que aquel libro era…el mío, el mío Lieders de Nieve. ¡Si no lo conociera yo! Me bastó una ojeada discreta a los forros, que estaban al alcance de mi vista en la posición en que la muchacha leía…Imagínense ustedes todo esto y conciban mi alegría infinita, la oleada de vanidad que invadió mi cabeza, la emoción que hizo latir con sordo pum pum mi corazón.

No, ni el elogio melifluo que al parecer en parte visible de un periódico desflora un nombre inédito, ni el aplauso estrepitoso que premia las décimas efectistas, dichas con miedo pueril en una velada, ni el abrazo efusivo del pontífice literario que nos dice: “Leí sus versos, joven, promete mucho…” No nada de esto es comparable a lo que yo experimentaba.

¡Pónganse ustedes en mi lugar!

Apenas repuesto de mi emoción intenté seguir el rostro de la muchacha, un rostro moreno, con bellazones de melocotón y sonrosados de manzana, alumbrado por ojazos fulgurantes, tórridos, de terciopelo; intenté seguir, digo, las impresiones que despertaban mis versos… y ¡oh, Dios mío!, sucedíanse los rubores y las palideces, como se suceden en las nubecillas del ocaso en una tarde de julio; y había entre las grandes pestañas rizadas relampagueos fugitivos, y entre el rojo de los labios aguanosos, sonrisas enigmáticas.

Y, ¿cuáles leería?...

Hubiera sido indiscreción intentar sorprenderla; más el libro estaba abierto hacia la medianía… Eran, sin duda, aquellos endecasílabos:

Princesita, ya vuelca la mañana sus ánforas de luz y en los ancores…

Sin duda, sí, ¿no se advertía acaso en su faz la alegría de la vida que despiertan tales versos?

O más bien los otros:

Tardes grises, tardes grises,

sin fulgores, sin matices…

Porque tras le repentina irrupción de júbilo, ensombrecía sus ojos algo, como la proyección de un ala negra.

También podían ser aquellos:

En la urna bermeja de tus labios

mi espíritu está preso…

Es claro, puesto que sonreía mostrando la sarta láctea y fresca de los dientes.

Yo no podía contenerme, adoraba ya a aquella mujer y se atropellaban por salir a mis labios palabras iguales o semejantes a éstas: “Señorita yo soy Pascual Aguilera, el autor de los versos que tanto la emocionan, y la amo a usted, y quiero sea usted mi novia. Ya la había presentido al escribirlos; ¡pasaba usted por mis sueños, vestida de luz de luna, tenue y poética como una Ofelia…! Oh, ámeme usted; nadie me ha amado hasta hoy; ¡no había logrado encontrar el alma gemela de la mía! ¡Si viera usted qué caudal de ternuras intensas llevo aquí dentro!... Vamos, no sea usted mala, señorita mía, princesita mía, corazoncito mío… ámeme usted…

Pero me contuvo a tiempo la arisca fisonomía de la criada.

Y entre si me atrevo o no me atrevo, transcurrieron algunos minutos, hasta que - ¡siempre la casualidad amigada de Eros!- el Argos de rebozo dijo a la lectora:

-Niña voy a estirar los pies por aquí cerca.

Frase muy vulgar, no vacilo en confesarlo, pero que martilló en mi oído como un repique de gloria.

Asintió la joven con un movimiento de cabeza, y no bien hubo dado la fámula algunos pasos, inicié mi peroración.

Señorita… yo…

Distrajo del libro la mirada y sentí que sus ojos sorprendidos se clavaban en los míos.

Iba a desfallecer, pero cobrando ánimos como pude continué:

-Dispense usted y no se incomode; decía que yo… que yo soy el autor…

No pude continuar; se enredaban en mi lengua las palabras rebeldes.

Ella, al hacerse cargo de mi embarazo, estuvo a punto de soltar a todo trapo la risa; mas a tiempo mordiose el forro de los carrillos, y ya medianamente seria, preguntó:

- ¿Usted, escribió esto?

“Esto”; la palabra era despectiva…

-Sí –díjele- , yo, yo que la quiero a usted..

Sonrío y se ruborizó ligeramente.

-Vamos –insistí más animado-, la quiero a usted sin remedio, mucho, mucho, y…

- ¡Pero qué susto me ha hecho pasar! –exclamó interrumpiéndome-. Figúrese que cayó la carta cerca, cerquita de mamá que estaba conmigo en la ventana, y que si no ha sido porque disimulé mucho, nos lucimos. Y después, cuando iba a leerla en el despacho de papá, llegó mamá y apenas tuve tiempo de ocultarla en este libro que estaba sobre el escritorio. En toda la noche me fue imposible leerla… Es tan larga y tenía yo tanto miedo… A cada paso salía mamá con que: “Apaga la luz y duérmete, niña”. Por fin, hoy dije que iba a misa, y… con el librito en el bolsillo vine a la Alameda…

No, no desfallecí tampoco entonces, mas confesemos que había razón para morirse de tristeza.

¡Mi libro había servido para ocultar una cartita amorosa de un don nadie, de esos que tras de hora y media de oso, a favor de la noche, arrojan billetes a las ventanas!

Varios entusiasmos de la vanidad. Y pumpuneaba, ahora tristemente, mi corazón, y me decía: “Ya no hay Ofelias, ya no hay Heros, ya no hay Lauras, Pascualillo; mata en ti el microbio literario, abencerraje anacrónico, búscalo en tus glóbulos y extráelo si quieres ser feliz”.

Pero urgía dar un paso…La joven callaba y yo me ponía de todos colores. ¿Apechugaría con la paternidad de “eso”?

Pero, Dios mío, ¿y si estaba plagado de disparates ortográficos?

No, mejor era hablar claro, resolviéndome al ridículo, y con voz cuyas inflexiones parecían recorrer toda la gama del despecho y del desencanto, dije a mi compañera:

-Siento desengañar a usted, ¡pero no me refería a la carta!

- ¡Cómo!, ¿qué quiere usted decir?

-Que no soy el autor de “eso” sino de lo otro… pues… ¡del libro!

- ¡Ah!

- ¿Acaso no se le ocurrió a usted hojearlo?

Se ruborizó hasta las orejas y volvió entre sus dedos el tomo que… ¡estaba al revés!

Quedaba un supremo refugio a mi vanidad acorralada, corrida, en vías de capitular:

Puesto que tenía el libro en su casa, lo habían comprado; luego ¡se vendía!

Lo tomé suavemente de sus manos y volví la primera hoja. En ella había esta dedicatoria de mi puño y letra: “Al ilustres escritor y diputado H. H.”

-Mi padre -dijo la niña designando con su índice sonrosado el nombre de aquel.

Su padre, sí, que tampoco lo había leído, porque el libro no estaba desflorado…

¡Y para eso se llama uno Pascual Aguilera, se es poeta y se escribe un libro intitulado Leiders de Nieve!


 

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