Llave de plata
Amado Nervo
03 de Febrero de 2025
Nada tiene de extraño que habiéndonos amado mucho, hoy casi nos odiemos. Se levanta ante nosotros el recuerdo, si antes encantador y dulcemente triste de nuestras citas, hoy importuno, para ella sobre todo.
El beso a hurtadillas en el gentil kiosco de mimbre del patio, entre cuyas rejas débiles se enroscaba la bugambilia con lujos de flores y de guías frescas y temblorosas.
La confidencia de anhelos y esperanzas indeterminados que llegan al alma con el último rayo del ocaso, o con el rayo primero de Vésper.
El juramento fervoroso, pronunciado con voz desfalleciente, en tanto que las manos calenturientas se oprimen.
Todo eso que fue tan bello y que hoy se ha convertido en recuerdo enojoso, nos aleja. Además, ella se ha casado; es madre ya: dos valladares más profundos aún.
Bien sé que no ama a su marido, más no por eso atentaré contra la paz de ese matrimonio. No le ama, es claro. Un mes antes de casarse, ignoraba por completo que en breve debía encadenar sus destinos a un hombre que no era yo…
Fue en el radiante plenilunio de abril; era el espacio piélago de plata. Ni un jirón de nube en el cielo, ni un jirón de nube en el alma. El discreto misterio del kiosco, en cuya red se tamizaban los rayos de la luna, nos envolvía.
El cenzontle favorito de mi amada nos daba un concierto gratuito. Su leve garganta, pletórica de trinos, ensayaba aquella noche sus más dulces ritornellos, sus más lánguidas fermatas, sus crescendos más bien matizados.
La poesía de que estaba impregnado todo nos sugestionó poderosamente.
Eran aquellos instantes de calma infinita, propicios a la promesa, a la caricia y al suspiro.
Ella jugaba con su “mascota”, víbora de plata que se enredaba a su muñeca llena de hoyuelos y cuyas fauces cerraba un diminuto candado, del cual pendía la llave microscópica por medio de débil cadenilla de delicado engarce.
-Dame esa llave –le dije-; creeré que con ella me das la de tu corazón. Además, así será preciso que lleves siempre contigo la pulsera, y que te acuerdes mucho de mí, que sólo puedo abrirla.
Rompió con movimiento nervioso la cadenilla y me alargó la llave:
-Seré tuya. ¡Eternamente tuya!
Y un beso leve, casi imperceptible, selló su juramento.
Un mes después se había casado de manera más natural del mundo. Podría yo aquí entrar en detalles para justificarla…pero los detalles me fastidian.
Asistí a la ceremonia en calidad de amigo de la casa, y cuando la pareja dejaba el templo, en el atrio, casi al pie del carruaje que debía conducirla a la casa, me acerqué a la novia y ofreciéndole la llave de plata, la diminuta llave, le dije:
-Dejaste caer esto en la iglesia; probablemente se rompió la cadenilla.
La tomó con cierta rapidez convulsiva y subió al coche.
Antes de entregar la llavecilla, había yo cerrado con ella la urna de mis ilusiones, blancas como aquellas noches inundadas de luna de mis esperanzas, muertas en flor como aquellas guirnaldas de bugambilias cuando cayó sobre ellas extemporánea escarcha.
Hoy nos odiamos; ignoro si podríamos vernos con indiferencia.
Quizás es mejor así; la indiferencia no evade el contacto social ¡Y si volvía a mi poder la llave!... ¡Y si abría de nuevo mi urna!...
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