La hazaña de vivir en el país más corrupto
Salvador Mancillas
12 de julio de 2013
La corrupción es un veneno con efecto doble. Por un lado mata la confianza pública, con todas sus consecuencias que ello supone: vemos con temor al policía y al funcionario, al vecino y al trabajador; convierte las ganancias mal habidas en costos sociales y reduce, en suma, la solidez republicana de nuestras instituciones.
Por el otro, convierte a un país en una sociedad de cómplices, carentes de honor, dignidad y moral; esto es, impide la formación de auténticos ciudadanos. No pregunten por qué nuestra democracia está corroída por defectos crónicos, situación que no es sólo culpa de nuestra clase política, sino también, en gran medida, de los propios gobernados. La corrupción genera redes clientelares que se convierten en la base inamovible de las relaciones políticas, reconocibles por su carácter populista y paternalista. La democratización se convierte, así, en una misión imposible, lo que se refleja en el débil o nulo empoderamiento de los grupos sociales: nadie actúa, protesta, reclama o cuestiona en situaciones comprometedoras o injustas, para no dejar ir los beneficios logrados a partir de ese clientelismo patológico.
En nuestro país, la corrupción no es sólo el síntoma de una enfermedad más profunda; es un modo de vida al que le corresponde una idiosincrasia que la favorece y auspicia entre obreros, campesinos, burócratas, profesionales, autoridades, empresarios, sacerdotes, abogados, jueces y prácticamente en todos los sectores y niveles de convivencia pública, laboral y privada. Por eso, combatirla no es sólo una cuestión de reformas legales, sino también de cultura, ética y educación.
México sigue siendo el país más corrupto de América Latina, según acaba de dar a conocer la firma Ernest & Young, con base en los resultados de su más reciente encuesta, aplicada a líderes de mil 758 consorcios de 48 países, entre ellos México. El 60 por ciento de los entrevistados aseguran que sus empresas registran pérdidas de millones de dólares en nuestro país, a causa de la corrupción y los sobornos que deben otorgar y que muchas veces obligan, a los propios empresarios, a violar la ley. Sobre todo en los procesos de licitación, las pérdidas constituyen el cinco por ciento de las ventas totales, ante la exigencia de “pagar entretenimiento” (francachelas, bares, prostitutas), de gastar en obsequios caros (relojes, autos, drogas incluso) y de desprenderse de grandes sumas de dinero en efectivo “para lograr arreglos y concretar negocios”.
El “Pacto por México” es un instrumento que puede resultar beneficioso para la democracia, por eso conviene conservarlo; sin embargo, uno de sus aspectos más débiles es la ausencia, en su agenda, de una reforma integral de combate y prevención de la corrupción. Debería ser, inclusive, la reforma eje y articuladora de todas las demás. Los sectores más afectados por la corrupción en nuestro país, según la Ernest & Young, son los de energía y construcción, precisamente aquellos que se cuentan entre los de mayor impacto económico. ¿De qué servirá una reforma energética si no se desprende del lastre de las corruptelas a las que están acostumbrados los directivos, funcionarios y obreros del ramo?
El presidente del Consejo Coordinador Empresarial, Gerardo Jiménez Candiani, insiste ya rato en que los legisladores se ocupen de tan importante cuestión, proponiendo la creación de un marco legal y la figura de un “Zar antidrogas”, pero los políticos lo ven prácticamente como el loquito del pueblo al que no hay que hacerle tanto caso. La propuesta es aceptable, sobre todo porque pretende que el responsable de dicha figura sea alguien de origen ciudadano, apartidista, autónomo y transexenal. No obstante, la propuesta está incompleta. Hace falta lo más esencial: los aspectos culturales y educativos.
Decía Fouché que “todos los hombres tienen un precio”; por tanto, sólo era cuestión de averiguar el monto para someterlo a los deseos de la autoridad. Pero esto ocurre, en realidad, en sociedades enfermas de corrupción. En cambio, en sociedades más sanas y democráticas, las probabilidades de que la gente tenga un “vulgar precio”, se reducen. Las escuelas no sólo dan importancia a las matemáticas y las ciencias básicas, sino también a ciertas asignaturas cuyos objetivos de formación tienen que ver con el resguardo de la dignidad personal, así como con la capacidad de distinguir, —en lo que concierne a los bienes monetarios—, entre la capacidad de resolver necesidades y el enfermizo afán de posesión. “La riqueza no pervierte, si no el afán de riqueza”, reza un viejo dicho. Una reforma anticorrupción debe tener, entonces, dos vertientes: una para el presente, aplicando estrictamente y sin concesiones la ley contra los corruptos; y otra para las nuevas generaciones, sustituyendo, mediante la educación y la cultura, los valores materiales (que rigen hoy la dinámica de nuestra sociedad), por otros valores que formen en la dignidad, el honor (personal y profesional), en la honestidad, la crítica, la autocrítica y en la cultura de la colaboración. No hay otra fórmula para salir del círculo vicioso en que nos encontramos.
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