Por la simple apariencia
Sergio Mejía Cano
12 de Julio de 2016
Es curioso que a pesar de que en nuestro país existe una ley que previene y elimina la discriminación, cada día se incrementa más y más el que muchos connacionales sean discriminados únicamente por su apariencia, ya sea por el color de su piel o simplemente por su vestimenta y hasta por su calzado. Y esto se da cotidianamente en las llamadas discotecas en donde hay personal apostado en las puertas que se dedican a seleccionar quien sí o quien no entra a una discoteca. Hecho que se endurece más en las que supuestamente son o tienen más prestigio que otras, es decir, que cobran más caro el consumo que se haga en su interior.
Cierta vez, en uno de los tantos programas por televisión que conducía Nino Canún, al referirse al tema de las discotecas en donde no dejaban entrar a determinado tipo de personas, Nino pregunta a los panelistas entre los que se encontraba la actriz Kate del Castillo, el porqué no se les permitía entrar a toda la gente sin distinción, a lo que la entonces jovencita Kate, le dice al conductor de televisión que porque a las discotecas no puede entrar cualquiera, y de inmediato Canún le pregunta a la actriz: ¿quién es cualquiera, Kate? Y obvio, no supo qué responder la hija de don Erick del Castillo ni ningún otro de los demás panelistas.
Un yerno de un jubilado del ferrocarril, comenta que trabajó cierto tiempo en uno de esos congales que están por la avenida Insurgentes, y que esas eran las disposiciones de los patrones: no dejar entrar gente de mala apariencia o “mal vestida”, con tenis, con bermudas o con camisa o camiseta casual, aunque trajeran dinero. Esto desde luego se contradice con la ley de mercado que tanto señalan los comerciantes, cuando afirman que de lo que se trata es de vender, de hacer negocio como sea con tal de que deje ganancia, pero al parecer en las discotecas esto no rige en lo absoluto. Y otra cosa que comenta el yerno de mi amigo jubilado, es que dice que para eso está el letrero en la entrada que dice que “Nos reservamos el derecho de admisión”, y que según las órdenes esto es para seleccionar a quien admiten y a quién no. Le digo al muchacho que eso de reservarse el derecho de admisión es porque no se cobra la entrada y que en otras partes que se las dan más picados de gringos, han cambiado esa frase por la de “No cover”, que prácticamente viene a ser lo mismo de reservarse el derecho de admisión, es decir, simple y sencillamente: no se cobra la entrada.
Sin embargo, todo fuera como eso de que por la ropa nada más no dejan entrar a una discoteca –a las que a mucha gente le ha dado por llamar antros-, sino que no les permiten el accedo a las discotecas nada más por el color de piel y hasta por la estatura o peor aún: por no traer ropa fina o de marca. Le pregunto al yerno del jubilado que cómo se dan cuenta de esto de la ropa, a lo que el muchacho dice que porque se ve a simple vista si es ropa de calidad o no. ¿Y eso qué tiene qué ver? Hay una máxima que reza y muy bien que el hábito no hace al monje, porque bien puede ir una persona bien vestida pero no traer ni un cinco en la bolsa o hasta con la posibilidad de tener antecedentes penales, pero como va supuestamente bien vestido, su piel el clara y su pelo también, le abren las puertas del antro de vicio.
Es obvio que mucha gente se va con la finta de la apariencia personal, por lo que tal vez una persona que sea muy humana pero que viste modestamente sea o esté más propensa a ser discriminada que otra que dé el gatazo de tener lana y por no tener la apariencia de pertenecer a alguna de las etnias del estado.
Allá por los años 80 del siglo pasado, un compañero ferroviario era llamador de tripulaciones en el turno nocturno, su esposa médica y con buena estabilidad económica. Sin embargo, mi entonces compañero era moreno, de pelo muy lacio y bien podría pasar por Cora o Huichol. Pues resulta que se llevaba su carro todos los días porque estaban arreglando la cochera de su casa. Cierto día en un rato de poco trabajo, el llamador estaba dentro de su vehículo, que lo tenía estacionado frente a la estación del ferrocarril, en eso llegan unos policías estatales –entonces judiciales- y lo querían bajar del carro, nomás que el jefe de trenes se dio cuenta por el argüende y se arrimó a ver qué pasaba, y los policías no creían que el carro fuera de nuestro compañero, precisamente por su apariencia, y cuando el jefe de trenes les aclaró que el carro era del llamador, los policías en tono de burla le dijeron que no lo podían creer.
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