Si la clase política mexicana se asomara al mundo intrincado del Capitolio, la Casa Blanca y demás órganos oficiales estadounidense se horrorizaría del concepto que tienen de los dirigentes políticos mexicanos.
Una vez derrumbado el Muro de Berlín y el desmoronamiento de la URSS, el gobierno norteamericano abandonó su preocupación por la infiltración de las ideas de reivindicación nacionalista en los gobiernos de América Latina y proclamó el “Fin de la Historia”. En adelante, los principios de la libertad comercial-financiera y la democracia representativa comprometida con el respeto a los derechos humanos habrían de constituirse en las piedras angulares de su política exterior hacia América Latina. Consecuente con esta filosofía, estableció un tribunal político en el Capitolio para juzgar a los gobiernos acerca del respecto a los derechos humanos. A pesar de mantener suspendida la vigencia de las garantías individuales, merced a la implantación de la Ley Patriótica y hacer de Guantánamo un centro de tortura, se erigió en el juez supremo para calificar la conducta política del subcontinente.
Ahora tres temas políticos dominan las relaciones exteriores de Washington con América Latina: el respeto a los derechos humanos, el rechazo a la presencia económica de China y el combate a la corrupción política. Debemos estar alertas: no son principios morales sino instrumentos de presión política.
En los días recientes, dos noticias fueron relevantes: primero, las declaraciones del ex-presidente Zedillo que reclamó al Gobierno mexicano la implantación del estado de derecho y sugirió no ser sumiso a los designios de Washington; y, segundo, la publicación del Informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA sobre “La situación de los derechos humanos en México”. Las declaraciones del ex-presidente rápidamente fueron ahogadas en el laberinto noticioso pero la segunda causó revuelo al extremo de obligar diversos voceros del gobierno mexicano a descalificar el Informe con el argumento de ser falaz, parcial, incompleto, destextualizado, carente de rigor metodológico, sesgado, pero sobre todo, que no reconoce los esfuerzos del actual gobierno tendientes a desterrar el clima de violencia heredado de la administración encabezada por el ex-presidente Calderón. Por ejemplo, en la réplica pública al Informe, el gobierno argumenta: “ El Ejecutivo federal, con el objeto de prevenir y erradicar prácticas como la desaparición forzada y la tortura, presentó ante el Congreso las iniciativas de Ley en estos rubros, que resultaron de un amplio proceso de consulta con organizaciones de la sociedad civil y otros actores internacionales… Desafortunadamente (el Informe) parte de premisas y diagnósticos erróneos.. se enfocó a buscar y reflejar violaciones específicas… llegando a conclusiones sin fundamento.”
Tres días después arribó a México el Vicepresidente de Estados Unidos y en alguna de sus numerosas apariciones públicas dijo: "Los derechos humanos es una de nuestras prioridades dentro de la relación con México. Ésta es una de las metas claves de la Iniciativa Mérida, y nos encontramos trabajando estrechamente con el Gobierno mexicano y la sociedad civil mexicana para promover el Estado de derecho, la transparencia, la anticorrupción y la rendición de cuentas en cada nivel de la sociedad mexicana”.
Por doquier, los comentarios giran en torno a lo mismo: decenas de miles desaparecidos, cientos de hallazgos de inhumaciones clandestinas, corrupción de los órganos policiales (principalmente municipales), infame brutalidad criminal, miles de denuncias sobre la tortura como método de investigación del delito, cínica impunidad frente a la ley, secuela interminable de secuestros y extorsiones, imparable corrupción roedora. No seamos víctimas de la incomprensión de los hechos. Este es el entorno de nuestras vidas.
El paso inicial para resolver la intrincada y compleja situación es admitir su existencia. Si bien, legislar es necesario para conferir autoridad moral al gobierno para ejercer el poder, es insuficiente; se precisa voluntad y valor políticos para aplicar la ley con apego a la filosofía que la inspiró. Las políticas públicas no pueden quedar reducidas a intenciones; deben traducirse en acciones y resultados.
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