Una vida efímera
Sergio Mejía Cano
17 de Octubre de 2018
En una entrega anterior respecto a un triste y lamentable caso por el asesinato de una señora que trabajaba como mesera en un bar denominado “El gato negro”, en la localidad de La Presa, en el municipio de Santiago Ixcuintla, y que la hoy occisa dejó en la orfandad a cuatro hijos menores de edad, me trajo el recuerdo de una muchacha de mi barrio en Guadalajara, Jalisco, a la que conocí allá por los años 60 del siglo pasado.
Esta muchacha a la que llamaré “Olga” –nombre ficticio desde luego por respeto a su memoria-, mientras mis amigos, sus hermanos y yo tendríamos unos 14 o 15 años de edad, Olga ya frisaba los 19 o 20 años. Era tan bonita y guapa, además de tener un cuerpo estupendo que hacía que nosotros apenas quinceañeros exprimiéramos nuestros pensamientos en honor a ella.
Cierta vez al estar en la Plaza Universidad, en pleno centro de Guadalajara, al estar platicando con un grupo de amigos del barrio sobre la posibilidad de que el hombre llegara a la Luna, uno de nuestros amigos llamó nuestra atención para mirar a Olga que andaba de una esquina a otra por la avenida Juárez que en ese entonces era de doble sentido la circulación de los vehículos automotrices. Nos dice nuestro amigo que ya van dos veces que la ve que camina por la misma cuadra de arriba a abajo. La volteamos a mirar y ¡oh, cielos!, en ese entonces ya la minifalda estaba en todo su apogeo por lo que disfrutamos del atractivo visual. En eso, se detiene un coche y Olga se arrima a la ventanilla del vehículo y después de una breve charla, Olga se sube al carro.
Uno de nuestros amigos dice que eso es lo que hace Olga diariamente, que camina por la avenida u otra de las calles del centro de la ciudad esperando que alguien le haga proposiciones y así, ganarse una buena feria, porque siempre se subía a un carro diferente y obviamente con otra persona que lo manejara. Y a su mamá y familiares les decía que estaba estudiando para secretaria.
Pasó el tiempo y luego se supo entre la flota que ahora Olga estaba trabajando en una de las casas de citas más famosas de la Perla Tapatía, propiedad de una renombrada señora amiga de políticos y demás fauna de servidores públicos. La carrera de Olga se vio interrumpida por tres embarazos cuyos productos fueron a parar a cargo de la mamá de Olga, por lo que la maternidad no interrumpió su modo de vida.
A mediados de los años 70, un grupo de amigos del barrio decidimos irnos de juerga a la zona de tolerancia que aún estaba en el barrio de San Juan de Dios. Entramos a un congal denominado “La Tarara”, y lo primero que vimos fue a Olga quien al pasar a un lado de nosotros se hizo como si no nos conociera; se alejó para posteriormente hacerse presente frente a nosotros acompañada de un mesero y otros dos tipos enormes diciéndoles que la habíamos ofendido y faltado al respeto. Uno de nuestros amigos le dijo al mesero que solamente la habíamos saludado porque la conocíamos, pero que no queríamos problemas, ya que apenas empezábamos la parranda. El mesero reconoció que la muchacha era muy problemática y que sí, que lo mejor era retirarnos para evitar problemas.
Ya no supe más de Olga hasta 1981, cuando en el Casino Agua Azul, dos de mis hermanos, tres amigos y un servidor hicimos migas con un grupo de muchachas que nos invitaron a su “depa”, que estaba en las inmediaciones de la antigua Central Camionera. Llegamos a dicho depa que no era más que una morada al fondo de una vecindad que contaba con la sala, dos cuartos y el baño. Al entrar a esa vivienda nos recibió un fuerte olor a pegamento, al que se le dice cemento o chemo, y apenas nos estábamos acomodando para disfrutar de una buena velada, cuando de pronto se abre la puerta del baño y aparece una mujer muy delgada con una bata transparente que dejaba ver algunos moretones en sus todavía bien torneadas piernas, sosteniendo con su mano derecha una bolsa de plástico en su boca y apoyando su mano izquierda a la altura de su corazón. Y señalándonos a nosotros les pregunta a sus amigas que esos p… qué, que nos mocháramos para el pomo y que nos fuéramos a chiflar a nuestra máuser.
Mis compañeros y yo nos salimos de inmediato comentando que era Olga esa mujer, claro que muy sorprendidos al ver su imagen tan deteriorada. Jamás volví a saber de ella hasta que uno de sus hermanos me comentó que había muerto en 1991. Al comentarle cómo la había visto la última vez, no se extrañó, diciendo que le habían hecho la lucha pero que no quiso atender el auxilio familiar. Sea pues. Vale.
Comentarios