Ante la polémica desatada por el proyecto de Ley de Seguridad Interior, me parece conveniente formular algunas reflexiones adicionales. El proyecto de Ley requiere, tal vez, algunas acotaciones, pero es indispensable promulgarla.
Es preciso reconocer que estamos inmersos en una realidad social marcada por la violencia criminal, en parte provocada por enfrentamientos entre bandas criminales relacionadas con el narcotráfico, pero también originada por la clara incompetencia de los órganos policiales locales, encargados de perseguir delitos del fuero común, tales como extorsión, secuestro, asaltos a mano armada, homicidios, robos de autos, de casas habitación y callejeros, etc. La conjunción de ambos fenómenos arroja como saldo el altísimo índice de criminalidad imperante.
Ante la manifiesta incapacidad de las policías municipales y ministeriales bajo la dirección de los gobiernos estatales, son los gobernadores quienes solicitan la presencia de las fuerzas federales. Los soldados y marinos no están en las calles por iniciativa propia, sino por instrucciones del presidente de la República en respuesta a las solicitudes de los gobernadores confesos de su incapacidad para contener las actividades delictivas de las bandas criminales. Como lo expliqué en la colaboración anterior, impera una infame contradicción política. De un lado, los diputados opuestos al gobierno se pronuncian en contra del involucramiento de las fuerzas armadas en el combate al crimen; y de otro, los gobernadores de la misma corriente política reclaman el auxilio de los militares en sus jurisdicciones.
Cierto es que los soldados y los marinos no están preparados para hacer labores policiales. Improvisan, cometen errores y, a menudo, excesos originados por la rigidez de la disciplina militar que suelen producir reacciones adversas en una sociedad como la nuestra, proclive a la desobediencia civil. Estos hechos han dado lugar a reclamaciones, a veces elevadas a instancias internacionales.
Precisamente, el proyecto de Ley en comento tiene la finalidad de definir las condiciones y prácticas de los cuerpos militares cuando desempeñen funciones de vigilancia policiaca. Si bien, existe el temor de que, conforme a la tradición mexicana, lo transitorio se vuelva permanente, está en nuestras manos la obligación de exigir la conformación de una policía profesional que permita regresar a los militares a los cuarteles. La existencia misma del Estado Nacional está en peligro.
Es demanda legítima de la sociedad crear un nuevo sistema policial en toda la República, profesionalizado, provisto de elementos materiales y científicos para la investigación. Es un reclamo social que rebasa las disputas partidistas. No es posible defender a las policías municipales y ministeriales del presente, integradas por personas incapaces, víctimas del abuso de los mandos superiores, inmiscuidas en operaciones ilícitas, con niveles deplorables de preparación, ignorantes de las prácticas más elementales de investigación, especialistas en obtener confesiones mediante torturas. ¿Es confiable un policía que debe comprar su propio uniforme y es obligado a entregarle dinero a sus superiores obtenido mediante extorsión a los ciudadanos? ¿Es aceptable que los gobernadores desvíen de su destino los fondos federales asignados al mejoramiento policial, a costa de la seguridad de sus gobernados? ¿Es patriótico ocultar la inminencia de un estado fallido que obligará a la suspensión de garantías o esperar a que tropas extranjeras ingresen en territorio nacional para pacificar al país?
Estamos inmersos en una situación en extremo crítica. Reglamentemos la concurrencia militar en las calles como una medida transitoria y, al mismo tiempo, exijamos un plan de reestructuración policial a escala nacional.
Pronto darán inicio las campañas políticas. No nos confundamos: el ejercicio de la autoridad en el combate a la criminalidad no significa autoritarismo ni es una amenaza para la democracia. Es el desorden y la anarquía reinantes los causantes del desprestigio de las prácticas democráticas. Requerimos un gobierno capaz de contener y combatir la ola de violencia criminal que nos abate. Más allá de toda retórica proselitista, quienes aspiren a ocupar el cargo de presidente de la República están en la obligación de informarnos de sus planes en materia de seguridad para la sociedad. No nos dejemos engañar con insustancial fraseología retórica, disfraz del engaño; reclamemos compromisos concretos y claridad en los proyectos conducentes a crear un nuevo, eficaz y profesional sistema policial nacional, responsable de la prevención, persecución e investigación de los delitos.
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