La desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa es un agravio nacional, un acto de incalificable perversidad y de inconmensurable incompetencia judicial y política.
Ante la inconformidad con el derrotero de las investigaciones judiciales sobre los dramáticos sucesos relacionados con el asesinato de los estudiantes de esa Normal rural, los padres de familia afectados solicitaron la intervención de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH) la que envió – previa anuencia del gobierno mexicano—un Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) para contribuir con las indagatorias conducentes al esclarecimiento de los acontecimientos. Lejos de serenar los ánimos e introducir elementos de certeza, su presencia contribuyó a una mayor politización del caso debido a la vocación activista de varios de sus miembros quienes de antemano mostraron su pública desconfianza a las investigaciones de la Procuraduría General de la República (PGR) debido a los incuestionables testimonios de tortura física infringidos a los testigos de cargo. Por su parte, el órgano investigador mexicano mostró su incapacidad para aportar los elementos técnicos de sustentación de sus averiguaciones. Se sembró la mutua desconfianza alimentada cotidianamente por una campaña noticiosa, en muchos casos plagada de infundios gestados desde el interior de las instancias investigadoras. Imperó, una vez más, la perniciosa y grotesca indisciplina institucional.
La anarquía imperante llegó al extremo de que el GIEI se negó a reconocer la validez del dictamen técnico elaborado por otros expertos internacionales sobre la incineración de cadáveres en Cocula, Gro. debido a que no fue informado con antelación a su difusión. Argumento insostenible, vanidad herida.
Ante su enfrentamiento con las autoridades, el gobierno se negó a prorrogar la presencia del GIEI en nuestro país y ningún funcionario público asistió a la presentación de su informe final, lo cual desató la critica universal. Se desmoronó la expectativa de mostrar al mundo una imagen de un México civilizado y un gobierno tolerante y moderno.
Es preocupante la reacción gubernamental. Algunos consejeros de la Casa Presidencial han atribuido a Carlos Slim la campaña de desprestigio en el New York Times. ¿Acaso son también cómplices de la conspiración el alto comisionado de la Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la embajadora estadounidense en Naciones Unidas, la candidata presidencial demócrata Hilary Clinton? Es una imputación absurda; la indignación es generalizada en el interior del país y en el extranjero ante la incapacidad policial y política para arribar al fondo de este draconiano drama, indignación acrecentada porque Ayotzinapa no es un caso aislado sino el eslabón de una larga cadena de sucesos criminales masivos a lo largo y ancho del territorio nacional. En este terreno, las noticias no son ensoñación sino realismo cruel.
Estamos asentados en un gigantesco cementerio clandestino y una reproducción cotidiana de crímenes consumados en muchos casos con saña insólita. (¿Se acuerdan del “pozolero”?) Vivimos aterrados ante sistemas de persecución del delito y de impartición de justicia completamente desprestigiados por su impericia y su inmoralidad.
La realidad no se puede abolir con mayores retribuciones a los medios ni con hostilidad a los opinantes o con declaraciones invocatorias al optimismo quimérico; reclama una actitud honesta para admitir debilidades y errores en la seguridad y en la conducción de la economía, para reconocer que las instituciones del país están atrapadas en una profunda crisis moral hasta ahora insondable.
El gobierno aceptó la participación del GIEI con el iluso propósito de conseguir su aval a las pesquisas de la PGR; confió en acallar a las familias de los jóvenes desaparecidos mediante pagos bajo la formalidad de reparación del daño a las víctimas; esperaba desvanecer este drama apelando a la desmemoria social. Todo fracasó. Para recuperar la confianza perdida, el Gobierno deberá emprender una profunda recomposición del sistema de persecución del delito bajo la responsabilidad directa del Ejecutivo Federal. No nos engañemos: no estamos en presencia de un estado de ánimo atrapado en el desinterés; es ira social nacida de una realidad de dolor y miedo, de un provenir despojado de esperanza.
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