Tepic, Nayarit, jueves 28 de marzo de 2024

Adriana chiapaneca

Ulises Rodríguez

13 de abril de 2015

Hace poco más de dos años leí “Ulises criollo”, la primera parte de la autobiografía del intelectual y político mexicano José Vasconcelos. Leí aquel libro mientras en Chiapas atravesaba por difíciles momentos, pues me sentía hasta cierto punto ajeno a todo, lejos de mi tierra Nayarit y cuando el amor que sentí por una mujer que conocí la misma mañana que llegué a Chiapas, me partió el alma en dos y después me llevó a conocer la gloria en la tierra de su mano. Con aquel cúmulo de emociones y de sentimientos encontrados, la lectura de Vasconcelos fue una semilla que cayó en tierra fértil. De inmediato encontré muchos paralelismos entre el amor que sintió Vasconcelos por Elena Arizmendi, a quien inmortalizó en sus libros con el nombre de “Adriana” y lo que yo sentía por aquella muchacha, cuya identidad, me tomaré la libertad de disfrazar también con el nombre de “Ana”. Este escrito lo redacto sin el ánimo de que sea leído, no al menos por ella… que para las horas en que, sentado frente a mi computadora y acompañado de un vaso de coca colacon brandy mientras escucho a José Alfredo Jiménez, redacto esto que será mi último escrito a ella dedicado, prepara su boda en Chiapas, con alguien que estoy seguro no la amará ni un ápice de lo que yo la amé, pero que espero sinceramente que esa pequeña porción de amor le sirva para consagrarse a lo que siempre fue mi más grande anhelo: hacerla feliz.

A Ana la conocí la mañana del 20 de junio de 2012, cuando llegué a la oficina del delegado del seguro social en Chiapas, después de hacer los exámenes de rutina para ingresar a trabajar ahí. Hasta ese entonces había creído que “el amor a primera vista” era solo una alegoría para adornar obras literarias, cuando la vi por primera vez, alta, esbelta, de un cuerpo perfecto de los pies a la cabeza, sonriente y coqueta, ahí supe que no habría más mujer en mi vida que ella. No estaba equivocado.

Con el pretexto de mantenerme pendiente de los trámites subsecuentes a mi solicitud de ingreso, le pedí a Ana su número de teléfono y a partir de allí mantuvimos una fluida y afectiva comunicación por los siguientes 3 días, hasta que me decidí a invitarla a comer. Fue un viernes, no lo olvido… en el restaurante “El mitote”, ella llevaba puesta una blusa azul turquesa y el cabello castaño recogido, hablamos por horas… yo la observaba embelesado con el asombro que un mortal observa a una diosa, me sentía indigno de que aquella mujer se hubiese rebajado a acompañarme, su olor, su aliento, su boca al sonreír, su forma de caminar, digna y elegante, sus enormes zapatillas y su tez blanca se convirtieron de la noche a la mañana en mi mayor delirio y en el único y real motivo de que me haya quedado en Chiapas, un estado al que aprendí a amar, inicialmente porque Ana era chiapaneca y ahí, en Tapachula la conocí y me enamoré de ella.

Fue quizá a la noche siguiente, cuando la acompañé a llevar a su mamá a hacer algunas compras cuando el animal que a veces me posee, no resistió más las ansias de besarla y de tenerla entre mis brazos. Cierro los ojos mientras escribo y me parece tenerla otra vez frente a mí, me parece acariciar sus mejillas y besar su cuello, estilizado y elegante, con un pequeño lunar café en su lado izquierdo. Amante de las vacas, recorrí toda la ciudad en busca de cualquier artículo con manchas negras en un fondo blanco para regalárselo, le obsequie los suficientes como para fundar un auténtico museo. Una treta del destino me la robó un 14 de septiembre, fecha en que ambos decidimos separar nuestros caminos y nos volvió a reunir un 22 de febrero del 2013, solo para adorarla aún más de lo que ya la adoraba. Sabemos bien que, a mayor altura, el dolor causado por una eventual caída es mucho mayor… pero decidí correr el riesgo.

La amé sin ninguna reserva, no hay capricho en este mundo que no le hubiese cumplido aún a costa de mi propia vida, pero no pude, no quise complacerla en algo, solo en algo: no quise abandonar Nayarit como ella me lo pedía, -aunque ya había accedido a no participar electoralmente en 2014, pues era algo que a ella le preocupaba-, que para mí es el amor más sacro, por encima incluso de mi propia felicidad. Ella dijo que no me seguiría, porque su vida estaba en Chiapas y ambos decidimos, entonces, amarnos con la locura que posee a los amantes cuando saben que su aventura es efímera y precisamente por ello, es que deben disfrutarla hasta la extenuación. A días pensábamos en una vida juntos, en hijos, en una casa y una vaca llamada “Aurora” en nuestro patio, junto con su loro “Luce” y un cuarto lleno de libros para mí, pensábamos, soñábamos despiertos… me gustaba hablar con ella de ese futuro que en el fondo, ambos sabíamos imposible, pero que no por ello era menos hermoso.

Le mandaba enormes arreglos florales a la menor provocación, sin festejar nada, pues no había aniversario válido entre nosotros. Nunca fuimos novios, simple y llanamente nos convertimos en un par de enamorados. En la oficina –porque además éramos compañeros de trabajo- nos divertía saber que todos sospechaban de nuestro romance, pero nadie tenía elementos para confirmarlo. Fuimos sumamente cuidadosos y al mismo tiempo descarados en esa aventura que duró poco más de 6 meses y cuyo recuerdo estoy seguro no me abandonará en lo que me reste de vida.  Acostumbramos vernos en un pasillo lleno de archiveros, donde ocasionalmente, cuando nadie nos veía, aprovechaba para tomarla por la cintura y besarla con el riesgo de ser descubiertos y sancionados… ¿qué importaba? La amaba, la deseaba siempre, el mundo, mi mundo, giraba en torno de Ana.

¡Cuánto me consuelan las letras de Vasconcelos! ¡Cuánto me consuela saber que no fui el único que amó con esa locura y a pesar de ella, a pesar de todo, perdió a la mujer amada! En sus lecturas encuentro el consuelo y la guía en estas horas que la imaginación se ha vuelto mi peor enemiga, estas horas, ya veinticuatro horas, que ella aceptó de otro el compromiso de compartir una vida juntos simbolizado en un anillo. Veinticuatro horas que me han quemado peor que brazas ardientes sobre la carne viva… muchas ideas atravesaron mi mente, pero solo dos se han quedado: Le deseo a Ana toda la felicidad del mundo, pues es una mujer maravillosa y que tiene todo el derecho a ser feliz. Se la deseo desde el fondo de mi corazón, el mismo corazón que ella penetró con una sonrisa aquel 20 de junio y que ha muerto parcialmente esta noche. Por mi parte, buscaré el consuelo en la historia…

Ninguna razón tenía para escribir estas líneas, no han sido escritas con el ánimo de ser leídas, pero tampoco quiero archivarlas en uno de los cajones de mi escritorio… deseo que vague por la red, como el mensaje de un náufrago que vaga por la mar.

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