Salvaje masacre de Los Zetas
Raúl Rodríguez Cortez
06 de enero de 2015
(Este es un relato en el libro con título Levantones, narcofosas y falsos positivos, cuyo autor es el reportero José Reveles, quien lo recopiló de la historia que se publicó originalmente en la columna Gran Angular de Raúl Rodríguez Cortez en El Gráfico. Raúl Rodríguez Cortez, con más de 35 años de ejercicio periodístico, dos veces premio nacional de periodismo, explica que la escalofriante historia es de un sobreviviente de las masacres de pasajeros en Tamaulipas).
El autobús de la línea ADO hacía su parada obligatoria en la ciudad de San Fernando, Tamaulipas, con destino a Reynosa. Llegaron a la terminal, bajaron dos personas y subieron cuatro, haciendo un total de 15 pasajeros en el autobús. Salió de la terminal para seguir su ruta, eran las ocho y media de la noche del 25 de marzo de 2011, salieron rápidamente del pequeño pueblo, no querían ser víctimas de los delincuentes que operan en la ciudad. Sin embargo, esa noche sería la última que temerían, pues ya los estaban esperando.
Las calles de San Fernando se vacían a las 6 de la tarde. El pequeño poblado queda como pueblo fantasma al caer la noche, nadie sale de sus casas, todos se resguardan por el miedo a Los Zetas. Sólo se pueden ver algunas camionetas de lujo circulando por las calles vacías, nadie se quiere topar con ellos.
El autobús iba saliendo de la ciudad, el chofer miró a lo lejos unas camionetas atravesadas a la mitad de la calle y unos hombres encapuchados empuñando sus AR-15, en ese instante supo que todo había acabado. Los hombres le marcaron el alto al autobús, y el chofer tuvo que detenerse. Los hombres se acercaron al autobús apuntando sus armas y gritando: “Abre la puerta, cabrón, muévete hijo de (….) si no quieres que te pegue un tiro en la pinche cabeza”. El chofer temblando abrió la puerta del autobús, y al instante subieron los hombres armados; uno de ellos le dio un golpe en la cara con su arma al chofer mientras otros dos entraban gritando: “Ya se los cargó la (…) a todos, putos”. Las personas que iban a bordo estaban aterrorizadas, las mujeres lloraban y los niños se abrazaban a sus padres llorando. Todos estaban en desconcierto, pensaban que sólo era un asalto, pero no era así.
Le ordenaron al chofer que siguiera conduciendo, lo llevaron por varios metros de la carretera hasta llegar a una brecha, le indicaron que entrara por ahí, recorrieron 10 kilómetros aproximadamente en la terracería, los más largos en la vida de los pasajeros. Llegaron a una parte muy amplia y sin monte, en medio de la nada, alguna parcela, estaba muy oscuro. Ahí se encontraban 20 camionetas aproximadamente, de lujo, y también tres autobuses de varias líneas; unos tenían impactos de bala, las llantas ponchadas, los vidrios rotos.
El hombre le indicó al chofer que detuviera la unidad, ahí separaron a hombres y mujeres, le ordenaron a todos los hombres que bajaran de la unidad. Bajaron aproximadamente ocho hombres que iban desde los 15 hasta los 50 años. Los formaron abajo del autobús, y unos hombres se acercaron a ellos y empezaron a clasificarlos, sacaron a los que veían estaban viejos o débiles, sacaron a dos ancianos y dos que parecían enfermos, los amarraron de pies y manos y los llevaron con un grupo similar. A los que quedaron les ordenaron que se quitaran la camisa y que esperaran ahí.
Todos se dirigían a una de las camionetas estacionadas y gritaban: “Háblenle al comandante”. Ahí se hizo presente ese hombre, que tenía vestimenta de comando en color negro, con chaleco antibalas y fornituras por todos lados; todos se dirigían a él como “comandante”. El hombre se acercó a los pasajeros que habían bajado del autobús y les dijo con voz enérgica, tipo militar: “A ver, cabrones, el que quiera vivir que los diga de una vez”, pero nadie contestó, todos miraron al suelo, ni siquiera podían levantar la mirada por temor. Un joven como de unos 15 años se orinó de miedo en los pantalones mientras se notaba que temblaba fuertemente como si tuviera frío y las lágrimas corrían por sus mejillas. El mentado comandante sacó su arma corta de la fornitura y sin titubear le pegó un tiro en la frente; el muchacho se desplomó de inmediato, mientras los otros hombres lo veían temblando aún más de miedo. “¿Quién más es maricón?”, preguntó el comandante. Nadie respondió. “Les preguntaré por última vez: quién (…) madres quiere vivir”; esta vez lo hizo gritando. Todos los hombres levantaron la mano. “Se les hará una prueba a ver qué tan chingones son, el que lo logre sobrevivirá, el que no se chingó”. En eso les habló a varios de los hombres que estaban en otras camionetas y les dijo: “Traigan los marros, y los hombres trajeron un mazo para cada hombre. “A ver, cabrones, la transa es así: se van a poner en parejas y se van a partir la madre, el que sobreviva se viene con nosotros a jalar y se salva, el que no, pues se lo cargó la (…)”; eso dijo en tono sarcástico, mientras sus hombres reían. Los pasajeros quedaron pasmados por la noticia, no podían creer que fuera cierto lo que les ordenaba el individuo que más bien parecía nazi que narco. Todos tomaron su mazo y se pusieron en parejas y veían a su contrincante con una mirada de miedo. “Pártanse su madre”, dijo el comandante.
Uno de los pasajeros llorando se acercó a él para decirle: “Por favor, señor, yo no quiero hacer esto, le doy todo el dinero que traigo y mi casa, pero déjenos ir”. El comandante lo vio fijamente a los ojos, le quitó el mazo y le dijo: “Está bien, pinche, (….), vete”, y tan pronto el hombre se dio la vuelta le pegó con el mazo en la cabeza con una fuerza brutal. El hombre cayó al suelo bañado en sangre, y el comandante se puso como loco dándole golpes en la cabeza con el mazo como 20 veces hasta que quedó deshecha totalmente. “Esto es lo que tienen que hacer, hijos de puta, usar los huevos, el que no quiera que me diga y yo le parto su madre”. Todos los hombres comenzaron a pelear entre sí.
El chofer seguía con el hombre que lo interceptó junto con las mujeres y los niños dentro de la unidad. Ahí subieron varios hombres armados más y bajaron las muchachas que les parecían más guapas, mientras les gritaban: “Muévete, puta”. Todas gritaban y lloraban igual que los niños; uno de ellos dijo: “A ver, perras, denme a sus cachorros”, y las madres lloraban abrazando a sus hijos, que iban desde recién nacidos hasta los ocho años máximo. Los niños se aferraban a sus madres mientras se los arrebataban los sicarios. Los bajaron a todos y se los llevaron, mientras unos sicarios golpeaban a las mujeres que quedaban en el autobús.
A las jóvenes que bajaron las llevaron a una casucha donde había más mujeres jóvenes, todo estaba oscuro y sucio, y se escuchaban gritos y lamentos. Ahí les arrancaron las ropas y las comenzaron a violar. Dentro de la casucha había aproximadamente 30 mujeres que estaban siendo violadas, otras más estaban despedazadas en el piso.
A los niños los llevaron a otra parte, en donde había unos tanques con ácido, ahí los aventaban, se oían los gritos de dolor mientras se deshacían. Y los sicarios sólo reían a carcajadas; uno de ellos gritó a los demás: “Ya va a estar el caldo”.
El hombre le ordenó al chofer que encendiera la unidad, y lo dirigió hasta un lugar en donde vio a todos los que había separado del grupo por estar viejos o débiles, que estaban tendido en el piso en una línea, amarrados de los pies y de las manos. “Pasa por arriba de ellos”, le dijo el sicario al chofer. El conductor lo miró atónito, no podía creer lo que le ordenaba. “Que pases por arriba de ellos o te pongo ahí para que te lleva la (…) a ti también (…)”, le gritó el sicario al chofer, a quien no le quedó más que hacer caso. Mientras conducía podía sentir como si pasara por topes,, pero la diferencia es que aquí podía escuchar los gritos de dolor de las personas que estaban abajo. Las mujeres dentro del autobús lloraban sin parar por aquel hecho tan horroroso. Y los sicarios que iban dentro sólo reían. Hasta que terminó con la fila de personas, le ordenaron detenerse.
Fue ahí donde el sicario le pegó un tiro en la sien al chofer y empezó a dispararles a las mujeres a bordo. Bajaron y le prendieron fuego al autobús.
El comandante reunió a todos los Zetas y les dijo: “Ya estuvo bueno de diversión por esta noche, cabrones. Traigan a los ganadores”, y trajeron a los que habían matado a su contra con el mazo y les dijo: “Bienvenidos al grupo de Fuerzas Especiales Zeta, el otro ejército”.
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