Esta democracia inhóspita
Salvador Mancillas
23 de noviembre de 2013
Las predicciones suelen ser algo común en la historia y en la vida cotidiana, solía afirmar Ortega y Gasset. Muchos eventos han sido visualizados antes de su efectiva ocurrencia, como es el caso del hundimiento del Titanic, por ejemplo, que fue soñado días antes por el célebre psicólogo Adler y por muchos ciudadanos comunes y corrientes de la Europa de principios del XX.
Al margen de profetismos vulgares y adivinaciones místicas, existe un poder anticipatorio que define a los seres humanos como animales metafísicos y que los hace vivir más en el mundo de la mera posibilidad que en el de la “realidad” a ras de suelo. Y lo es aún más cuando cree ser realista y apegado a “hechos y razones”.
Una de las predicciones muy comentadas ha sido la del historiador y sociólogo Alexis de Tocqueville, quien a mediados del siglo diecinueve aseguró que Estados Unidos sería el país que dominaría el planeta, ―cosa que empezó a ocurrir unos cien años después, al término de la Segunda Guerra Mundial.
No sólo eso. Anticipó también cómo sería su modo de vida, basado en un sistema político y económico orientado a la manipulación del deseo. Entendió que la democracia norteamericana no necesitaba reprimir la libido para controlarla, sino, por el contrario, “liberarla” para atarla a una interminable necesidad de consumo y posesión.
Por supuesto, esto ya es hoy una realidad banal, ―tan “evidente de suyo” que le hemos dado carta de naturaleza; pero en aquel tiempo se debía ser un observador penetrante para ponerlo en claro y prever que ese modo de vida terminaría, incluso, por imponerse de manera generalizada en el mundo. Tocqueville profetizó también, así, eso que hoy denominamos “globalización”: el establecimiento de unos estándares de vida capaces de operar en cualquier parte donde existan seres humanos, sea en la más remota aldea de África, en los extremos de Australia, o en los lugares más marginados de América.
El torbellino de la democracia capitalista, dios tutelar de la sociedad contemporánea, ha asentado su reino definitivo sobre las ruinas espirituales del hombre de la calle, ese animal de domesticadas pasiones que oscila entre “la necesidad de ser guiado” ―palabras del citado historiador francés― y la de la búsqueda de satisfacción del deseo consumista, (que la ideología dominante confunde con la “libertad”, ese gran tótem evanescente e ilusorio del que ya dudamos si rendirle culto o no; recordemos que en las sociedades antiguas o “pre-modernas”, el concepto de libertad es lo contrario: el dominio del deseo, pues se afirmaba que “quien lo domina puede llegar a ser más libre y poderoso que un rey”).
Hoy la experiencia social acumulada nos dice que definir la democracia burguesa como “reino de la libertad”, no sólo es un mal chiste, sino un sarcasmo insultante para los rescoldos de dignidad que puedan quedar en nuestras extraviadas conciencias ciudadanas. En México padecemos ese espantajo de democracia con las recurrentes imposiciones, fraudes, manipulaciones mediáticas, compra y venta de votos, que le otorgan una definición cínica y perversa a nuestro “sistema político”.
Esta falsa democracia es inhóspita para la vida y para la auténtica libertad de decisión. ¿Es posible salir de esta especie de encierro político-metafísico? Es metafísico porque la experiencia de encierro alude a algo intangible, como de otro mundo. Las cadenas no son materiales: el control de las expectativas encapsula el “poder ciudadano” en la sensación de inutilidad, en la terrible certeza de “un no poder hacer nada”. Al domesticar el deseo, toda salida ha sido cancelada.
Las palabras de Tocqueville resuenan todavía, después de siglo y medio de haber sido dichas: “Veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que no hacen más que dar vueltas sobre sí mismos, para procurarse pequeños y vulgares placeres… Cada uno de estos hombres vive por cuenta suya y es extraño al destino de todos los demás: los hijos y los amigos constituyen para él toda la especie humana; en cuanto al resto de los conciudadanos, él vive a su lado, pero no los ve; los toca, pero no los siente. No existe sino ensimismado”. Esto no es profetismo: habrá una auténtica democracia cuando seamos seres de grandes pasiones y no bichos domésticos atados a vulgares intereses.
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