La redimida
Amado Nervo
17 de Febrero de 2025
Era mala, muy mala; ¿acaso con una beldad tal: ¿con unos ojos negros como el pecado, un cabello tan opulento, cayendo en recias ondas de ébano sobre los hombros, y un rostro así y una boca asado, etcétera, etcétera…se puede ser buena?
La virtud ha quedado exclusivamente reservada a las feas, porque, en los tiempos que corren, sólo lo que no se compra no se vende (la ley económica de la oferta y la demanda preside también en eso que se llama amor). Y las feas no tienen demanda alguna en el mercado. Tenía que suceder…
Y luego con un marido tan complaciente, con un hombre que iba mostrando en todas partes la linda chuchería que adquiriera, y convidaba a su casa a esa juventud frívola, ociosa y pervertida, que pasea su pomposa inutilidad por los salones…
¡Ah, qué Pablo ese!
Tenía que suceder.
¿En qué fuentes había bebido Conchita la idea moral que purifica y salva? ¿Quién le dijo jamás: por ahí vas a la perdición? Dejola su necio padre -un pobre diablo de empleado- que buscase acomodo ventajoso por cuantos medios estuvieran a su alcance, y ella exhibió a diario en la Alameda, en la Reforma, en Plateros, y coqueteó con los ricos, y por fin atrapó al necio de Pablo, que se creyó muy feliz –él que nunca había sido amado por ridículo, por feo y por soso- ostentando su conquista en todas partes…
Después…es claro; ella no le quería; había buscado en él un apoyo; se había vendido antes de que la muerte o un cambio de ministerio, o una enfermedad, la privase del sostén paternal. Fue fiel a su marido un año, un año enterito, hasta que otro hizo que se sublevase algo dentro de su alma; el amor dormido, el antojo, o como se llame esa fuerza que atrae perennemente a los sexos.
Pablo no supo embridar a la bestia que despertaba en su mujer; ni siquiera advirtió su presencia, y así fue como aconteció la cosa.
¡Ah, qué Pablo ese!
¡Tenía que suceder!
Tales eran los comentos de la desventura de Pablo, hechos en corrillos formados por sus amigos íntimos.
¿Qué pensaba él entretanto?
Pues ya lo verán ustedes: ¡el muy cándido, allá en lo íntimo del alma ¡perdonaba a la casquivana Concha!
Era algo lírico y había leído dos o tres novelas modernas, tales como Petite Paroisse (novela escrita por Alphonse Daudet), que se refieren cómo una cónyuge alborotosa deja a su marido con un palmo de narices y luego torna, pálida, ojerosa, moribunda casi, y llora y se arrastra a sus pies, y el marido la perdona, son felices; la redención cubre a la Magdalena con sus alas, y aquí paz y después gloria.
Además, ¿por qué no decirlo?, el pobre hombre echaba de menos a su mujercita; quedábale aún el perfume, el recuerdo orgánico, tibio, de sus besos…
¿Había de condenarse a monjil existencia, cuando él no tenía (así lo creía al menos) la culpa de nada? ¿Volverse tenorio? Imposible; le faltaban tamaños para eso.
Perdonaría, pues. Y perdonó. Ella, hastiada, con todo el hastío del pecado y del organismo ahíto, volvió al redil y en un arranque de sensiblería, de nervios, lloró, gimoteó; se confesó indigna de ser feliz; había engañado al mejor de los hombres; en adelante le serviría como una criada; sería el polvo que él pisara; la perra, sí, la perra vigilante y cariñosa que le siguiese por todas partes.
Él le abrió los brazos y lloró también. ¡Oh, qué hermoso es perdonar, redimir, salvar! En adelante su mujer le pertenecía por un título más: él le había vuelto las alas…
¡Cómo describir los días de embriaguez, de embeleso, de mutua devoción que siguieron a la reconciliación aquella! Ya, al oprimirla contra su pecho, en sus noches de amor, Pablo sentía no sólo el placer de la posesión, sino la fiera, la acre, la voluptuosa satisfacción de la reconquista.
Algunas veces –muy frecuentemente- Conchita se ponía triste.
“¡Se acuerda aún de su caída!”, pensaba Pablo, y multiplicaba sus caricias, siempre generoso, para hacerla olvidar aquel pasado de ignominia. No quería ni que tuviese remordimientos... ¿Para qué, si ya todo estaba perdonado?
¡Ah, qué Pablo ese! Su generosidad le había hecho reconquistar la dicha, una dicha que duraba ya dos meses…
Cierto día, al tornar s su casa por la noche, no encontró a Concha.
- ¿Dónde está la señora? - preguntó a la criada.
-Salió esta tarde en un coche, y no ha vuelto.
Pablo se puso triste.
Confesemos que había razón para ello:
Concha, la redimida, se había ido con otro.
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