Las cenizas de mi papá
Ulises Rodríguez
04 de Enero de 2025
Las últimas semanas he pensado mucho en mi padre. No, no el hombre que me dio la vida, sino el que, además de prestarme su apellido, me acompañó en la etapa donde aprendí a vivirla. Lo he pensado mucho porque, entre más viejo me hago, más dimensiono todo lo que hizo por mí. Vuelvo a verlo gigante, inalcanzable, como lo veía cuando era niño.
Dudo que Octavio Rodríguez alguna vez haya leído un libro. No le gustaba escribir y cuando lo hacía, tardaba horas. Su letra era legible, pero se notaba bien que aprendió a escribir ya en una etapa juvenil. Lo hacía siempre con faltas de ortografía que yo, de joven, le corregía sin imaginar que aquellas letras constituirían un recuerdo suyo que, eventualmente, atesoraría como lo hago ahora. Mi papá fue siempre priista y pensaba de mí, en el fondo, que era un irrespetuoso por siempre cuestionar a la autoridad. Nunca lo vi encariñarse con un animal ni mucho menos llorar la muerte de uno. Siempre, sin embargo, nos ayudó a sepultar a los que se iban. Él era bueno haciendo nudos en las cuerdas, sabía de plantas, era un extraordinario vendedor ¡No podíamos ser más distintos!
No teníamos por qué ser parecidos. En mis venas no corre ni una gota de su sangre. Siendo esposo de mi tía, accedió a la petición de mi mamá Andrea de registrarme como hijo suyo para evitar que, en mi acta de nacimiento, apareciera como hermano de mi mamá. Realmente no tenía por qué hacerlo. Aún prestándome su apellido, no tenía por qué permitir que lo llamara papá toda mi vida, ni tenía obligación alguna de enseñarme a jugar dominó, de comprarme aquellos taquetes que nunca aproveché por mi falta de talento a la hora de jugar futbol. No tenía razones para haber sido mi aval en las bibliotecas públicas cuando pedía libros en préstamos, ni de llorar amargamente aquella vez que me desmayé sin razón alguna cuando tenía diez años.
He pensado mucho en aquel buen hombre. Cada que iniciaba el mes de marzo, no hacía sino hablar de su próximo cumpleaños. Le gustaba mucho, a diferencia de mí. Desde los primeros días de marzo, en el patio de mi casa, contigua a la casa de mi tía, donde él vivía, lo escuchaba cantar a todo pulmón canciones de Vicente Fernández. En verdad nunca voy a comprender la emoción que sentía por esa fecha, pero me alegra enormemente que la haya tenido.
He recordado los doce pesos con cincuenta centavos que me enviaba desde Tijuana cada viernes, a través de mi mamá Ramona -mi tía y su esposa-, para que comiera tacos de con doña Aurora. Dicha cantidad me ajustaba para 4 tacos y una coca de vidrio. Era 1994. Los fines de semana siempre comenzaron bien gracias a esa remesa que me enviaba un hombre que ninguna obligación tenía hacia mí.
Dejé de verlo meses antes de su muerte. No me permitieron ya estar en contacto con él y fui estúpido en no insistir. La rutina suele jugarnos malas pasadas. Cuando supe que se había ido, quise partir en dos la tierra, el coraje, la impotencia, la tristeza… nunca nos despedimos. No pude hacer nada por él y tal vez hubiera podido hacerlo. Nunca lo sabré. Hablé con su hija biológica, una mujer de edad madura a la que conocía apenas en foto de cuando era niña. Su tono de voz evidenciaba antipatía hacia mí y no podía culparla: yo llevo el apellido que ella no, pese a que ella sí tiene la sangre de mi papá. Yo lo llamé así, “papá”, siempre, disfruté de sus cuidados, su acompañamiento, me ayudó a componer lo que rompía en casa y fue mi cómplice cuando necesitaba la firma de un padre o tutor para ser admitido otra vez en la escuela después de alguna expulsión por pleitos o revueltas. Ella, su hija verdadera lo llamaba simplemente por su nombre. La vida fue injusta con ella y me siento en deuda por eso. No quiso entregarme sus cenizas y, aunque me tomó tiempo, lo entendí. Tampoco las necesito, yo tengo innumerables recuerdos a su lado, me parece justo que ella conserve lo que quedan de sus restos. Tuvo la generosidad de enviarme unas fotografías y de ofrecerme la posibilidad de visitarlas cuando lo deseara.
He pensado mucho en él. No sé si haya un síndrome propio de los hijos sin padre en buscar una figura paterna en todos lados o solo fue algo que me ocurrió a mí pero, aunque he sido afortunado en cruzarme con buenos hombres que en su momento me hicieron sentir que no estaba tan solo, que me enseñaron y me cuidaron a su forma, estoy seguro de que para ninguno signifiqué lo que para aquel michoacano de ojos pequeños que un buen día aceptó darle su apellido a un niño al que su padre no quiso, sin imaginar que ese niño no tendría mayor aspiración en la vida que ser un poco como él: por sobre todas las cosas, un buen hombre.
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