Caricias feroces
Amado Nervo
02 de Enero de 2025
El señor Antón era un hombre de cuarenta años de edad, tres varas de estatura, músculos de hierro y manos de martillo.
Tenía una fisonomía llena de inocencia, un corazón tierno, amante y lleno de fuego, que latía bajo aquel pecho de toro.
Un día, el señor Antón encontró en su camino a la joven Plácida, cuyos ojitos de cielo, fisonomía plácida también y buenas cualidades encadenaron al sensible corazón de aquel gigante hasta hacerle dar de golpe en el séptimo sacramento.
Plácida era una muchacha de veinticinco años, pequeña, débil y enfermiza; la corpulenta humanidad del señor Antonio le hizo impresión (¡la ley de los contrastes!); y ambos se casaron, contentos y satisfechos de su elección.
II
- ¡Es usted un bruto!
- Pero, señor, si yo la quiero mucho y…
- Y por eso estuvo usted a pique de asesinarla…
- ¡Pero!...
- No hay pero que valga. Es necesario que se modere usted.
Este diálogo tenía lugar entre el médico de la aldea y el señor Antón. ¡Qué había pasado!
Sencillamente, que el señor Antonio, en un rapto de ternura muy propio de su sensible corazón, había dado un abrazo a su mujer, con lo que bastó para que ésta cayera en cama semidesquebrajada.
-Le repito a usted que se modere -insistió el médico-. ¡De lo contrario no respondo de la vida de su mujer!
Don Antonio se quedó profundamente desconsolado. ¡No le era lícito hacer una demostración de cariño a su mujer, sino a trueque de triturarla!...
¡Terrible situación! Si a lo menos hubiera él sido un esposo frío y ceremonioso…Pero nada: el señor Antón era el hombre más tierno del mundo. Además, Plácida era su primer amor… ¿Qué cosa más natural que abrazarla?... Pero si la abrazaba la mataba.
Ante esta consideración, nuestro Goliat se arredraba y resolvía dominar sus naturales ímpetus.
Desde aquel día en adelante, cuando el señor Antón sentía impulso de acariciar a su mujer, la tomaba con gran cuidado entre sus enormes garras y se limitaba a pasarle la velluda mano por la cara.
Doña Plácida temblaba de miedo, como tiembla el ratón en presencia del gato. ¡Como que su vida estaba a merced de un apretón más o menos fuerte! Así es que cuando el señor Antón la dejaba, respiraba con delicia… ¡Aquello no era vida!
Por lo demás, aquel matrimonio era muy feliz. Tan feliz, que Plácida, contra su costumbre, se permitía el lujo de engordar poquillo.
III
Un día se presentó a don Antonio un negocio fuera de la aldea y tuvo que ausentarse por algunos días. No quiso despedirse de su mujer, porque, según dijo, esas escenas tristes le oprimían el corazón. En realidad, temía faltar a su propósito y…triturarla en un acceso de cariño.
Doña Plácida se alegró de esta resolución de su esposo, que le hacía merced de la vida por un tiempo más, y se quedó muy tranquila, dedicándose inocentemente a engordar…otro poquillo, mientras llegaba el señor Antón. Así fueron pasando algunos días.
El señor Antón, ocupado seguramente en su negocio, no volvía. Plácida empezó a inquietarse. ¡Porque, al fin y al cabo, la pobre muchacha le quería! Pasaron más días y la inquietud de Plácida aumentó.
Por fin, una tarde, mientras ella cosía tranquilamente en su habitación, sonaron en el patio los cascos herrados de un caballo. Pocos instantes después, don Antonio se precipitaba como una avalancha por las habitaciones en busca de su mujer. ¿Quién se iba a acordar de moderaciones?
Don Antonio la tomó en sus brazos con toda la ternura de un amante, y ¡paf!, le dio un abrazo de padre y señor mío.
Doña Plácida dejó oír un chillido muy semejante al del ratón cuando el gato lo pilla entre sus uñas, y quedó inerte en los brazos del señor Antón.
¡Se le había roto el espinazo! ....
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