Historia de una rata en Tepic
Ulises Rodríguez
31 de Julio de 2024
Venía distraído viendo el teléfono por lo que el sobresalto fue mayor. Frente a mí, ya sin vida y con las tripas expuestas, un ojo saltado y la cola extendida, yacía una rata. Seguramente había sido aplastada por la camioneta blanca que estaba estacionada en el cajón número 6, contiguo al 7 donde yo acababa de dejar mi coche. Me detuve un instante frente a ella, pero no supe qué hacer. No podía enterrarla, pues no sólo se trata del animal por el que mayor repulsión siento -una repulsión por demás injusta, debo decir-, sino que, en el estado de su cadáver, hubiera significado una tarea compleja el darle sepultura. A manera de respeto, lo más que hice fue inclinar la cabeza y pausar unos instantes la música de mis auriculares. Seguí caminando. Eso fue hace días.
Atrapado en el congreso del estado por la lluvia, pienso nuevamente en el desdichado ratón. Desconozco si era hembra y tal vez salió en busca de comida para una de las muchas camadas que suelen tener al año. En ese estacionamiento hay amplia vegetación y en la esquina, donde hay un Oxxo, la gente suele dejar basura que tal vez significaba el sustento de esta pobre familia de roedores. Quizá no pudo evitar, por la fatiga provocada por la búsqueda de alimentos, la llanta asesina que pasó sobre ella sin piedad, tal vez por la distracción de algún conductor que no advirtió su presencia. Como sea, esa rata no volverá nunca a su hogar. Hoy, mientras el cielo se cae igual que el diluvio descrito en la biblia en tiempos de Noé, pienso en los ratoncitos que quizá quedaron huérfanos en el fatal accidente. Ojalá su instinto, su olfato, no los haya llevado a presenciar el cadáver frío, rígido y desmembrado de su madre, quien allí ha pasado ya jornadas enteras a la intemperie.
Luego pensé ¿y si hubiera sido un ratón macho? La tragedia no sería menor, desde luego. No sabe uno a qué pudo haber salido el pobre animal de su madriguera, pero hoy sabemos que nunca regresó. Quizá haya en el centro de Tepic un grupo de ratones con los que habitualmente rondaba el barrio que en silencio recuerdan a su compañero de aventuras -vale la pena recordar que los roedores tienen, según numerosos estudios científicos, excelente memoria-.
¡Qué surte tan mala tienen las pobres ratas de cuatro patas! Pensé. La rata a la que me refiero, el destino quiso que muriera en completa soledad y de una manera tan cruel. Pensé en otra rata con mejor suerte, una más conocida, que pulula a unas cuantas cuadras de donde quedó tendido el cadáver de la protagonista de esta historia. La rata de mejor suerte viste trajes costosos y, a diferencia de la otra, no tiene qué esconderse para robar, aquella lo hace a plena luz del día y se enorgullece de ello. Mientras una murió aplastada y no volvió a ver la luz de un nuevo amanecer, la otra rata, mucho más repugnante, disfruta del reconocimiento hipócrita de una sociedad acostumbrada a reverenciar ladrones cuando éstos están cubiertos por el manto del poder. No faltan quienes, a la hora de extenderle la mano para saludarlo, inclinen la cabeza a la hora de decir: gusto en saludarlo, señor Camarena.
El destino, bien lo sabemos, tiene siempre dos caras.
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