Tepic, Nayarit, viernes 29 de marzo de 2024

La sociedad del espectáculo

Salvador Mancillas

01 de octubre de 2013

El ángel que bajó del cielo no tenía nada de divino. Era, más bien, esperpéntico, grotesco; no tenía alas propias, pero sí un helicóptero facilitado por el gobierno lacayuno del Estado de México. Era la “comunicadora” Laura Bozzo, un extraño bicho mediático, un híbrido de fábula con sello de televisa, ―versión criolla del Dobby de la épica de Harry Potter, pero con peluca, lo que le da una lejana apariencia de mujer. Aquella grotesca epifanía debió haber sido un espectáculo inquietante para los testigos, en medio del desastre de las inundaciones y derrumbes provocados por la pinza meteorológica de dos huracanes, que vinieron a arruinar aún más la situación de una gruesa población de desamparados de México.

Que fue a ayudar a los “desgraciados”, afirma. Imposible otorgar, en este caso, siquiera el beneficio de la duda. Ella, como producto mediático, excluye cualquier rasgo de humanidad. Dobby Bozzo es la campeona de la ambigüedad moral, gracias al carácter hiperrealista de su programa televisivo. Criatura engendrada por la sociedad del espectáculo, la pretensión de este tipo de formatos es que la representación sustituya precisamente a la realidad. En el hiperrealismo, sea en la pintura, la escultura o en el reality, se trata de que el objeto creado sea más real que la propia realidad.

Como afirmaba el filósofo Guy Debord, quien hace casi cincuenta años anticipó el advenimiento de la sociedad del espectáculo, “el deseo de verse representado en el drama” es un acto de negación porque lo proyectado no es más que una ilusión que encubre situaciones más esenciales.

“El espectáculo no es un suplemento, una decoración”, escribió Debord. Por el contrario, “es el corazón de lo ilusorio (…) el onanismo de clase de los sectores que detentan el poder”. Como acto de evasión que pretende, encima, darnos por real la dramatización del dolor, resulta esencialmente pervertido. Por eso cae como anillo al dedo la analogía de Laura con Dobby: hay una bipolaridad moral esquizoide. Pretende ser buena, cuando en realidad es mala. Creer que su espectáculo lleva justicia a los desamparados ―como lo declaró ante los medios, en su afán de verse superior a Carmen Aristegui― es un despropósito en cuanto que un Talk Show como el suyo no hace si no caricaturizar, por esencia, el sufrimiento, exagerado aún más por efecto del voyerismo de la mirada pública.

En época de oscurantismo, la evasión se vuelve adictiva. Pero se trata de actos de evasión orquestada desde la televisión y los medios, no sólo con interés comercial, sino ideológico. A nadie le importa más que a los poderosos que la situación de las clases de pésima condición socioeconómica quede como está. No puede ser de otra manera cuando el espectáculo se ha convertido “en el sol de la pasividad moderna”, según Debord. Iluminar la miseria con la falsa luz de la televisión, ni resulta socialmente revelador, ni mucho menos resuelve los problemas de nuestro país, antes bien los oculta. La sociedad del espectáculo “es una sociedad ―define el filósofo― donde nadie puede ser reconocido por los demás”, pues “cada individuo se ve incapaz de reconocer su propia realidad”. Esta última frase es todavía más inquietante que un talk show, dicho sea con ironía. En las sociedades postmodernas siempre tendemos a medir lo que somos con los parámetros del espectáculo, ―que son ilusorios, sí, pero con un efecto de realidad que se nos impone con rigor―. El artista se sentirá realizado si lo iluminan las candilejas; Laura Dubby Bozzo se creerá una gran comunicadora y periodista porque hace lo que hace; un político será más popular en cuanto más payaso, comediante o “guapo de telenovela” parezca. Esto tiene visos de ley inalterable.
 

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