Es el mal del siglo. Es contagioso, paraliza las neuronas, obnubila el pensamiento e inflama el hígado diez veces más que un litro de tequila. Clínicamente se le denomina coprocibernesis, enfermedad que se describe como una disminución de la capacidad mental a causa de la emisión compulsiva de coprolitos virtuales, en forma de palabras tecleadas generalmente en las ventanas del facebook, el twitter o cualquier otra forma de la red de Internet. Al paciente contagiado con esta enfermedad se le denomina técnicamente “coprocibernético”, el cual refleja, en un primer momento, señales de confusión mental, delirios persecutorios y agresivos, así como una tendencia a descalificar sin razón a gente que jamás ha conocido en la vida real. El problema de esta grave patología es que, muchas veces, es inconsciente, mientras que otras el enfermo, a la manera de un alcohólico o drogadicto, tiende a no reconocer que está enfermo o infectado por el virus del coprocibernoma humano.
Cuando, por desgracia, la enfermedad presenta sus efectos en torno a los temas políticos, el paciente tiende a justificar sus emisiones coprociberreicas, afirmando, por ejemplo, que “la política es pasión” y que tiene el derecho de embarrar con su verborragia a los cibernautas a su alcance, gracias a la libertad de expresión consagrada en nuestra Carta Magna. Evidentemente, es la primera enfermedad, en la historia universal de la medicina, que se encuentra defendida y fundamentada, asombrosamente, en un documento jurídico toral de una sociedad liberal como la nuestra.
La pérdida de orientación intelectual le impide establecer, con sentido común, que la política no es pasión, puesto que, como todo mundo sabe, lo que apasiona a los seres humanos, son los intereses, no la noble labor de buscar consensos y rumbos sociales aceptados por todos. Aunque se especula que existen seres extraterrestres capaces de apasionarse por el bien colectivo, por la patria, el Estado o por el susodicho oficio de tejer acuerdos políticos y jodederas por el estilo, hasta el momento no hay prueba determinante que lo afirme como una realidad. Los temas al respecto siguen formando parte de la ufología, disciplina de origen contracultural cuyo carácter científico no ha sido reconocido aún por la academia planetaria.
La enfermedad se agrava cuando, ante la falta de ideas y argumentos racionales, el paciente comienza a personificar entidades abstractas: habla, por ejemplo, del “pueblo” como si fuera el tipo que vende tejuino por la Insurgentes, así como de la “voluntad popular” como si fuera la respetabilísima changuera que vende camarón en un mercado de mariscos. En esta fase, el paciente puede presentar convulsiones parmenídicas, confundiendo el todo con la parte, la parte con el todo y la cola con los pies. En estos momentos el médico recomienda a enfermeras y familiares hacerse a un lado, ante el peligro de vomitar dicterios y coprolitos o de retorcerse la cabeza como el famoso personaje de la medieval película “El Exorcista”.
La enfermedad es mortal, no tiene cura. A la muerte le precede un estado extremo de nominalismo, que es la desconexión absoluta entre las palabras y el pensamiento, con una notable ausencia de este último. La mala noticia es que no se ha inventado la vacuna para prevenir este terrible padecimiento contagioso; la buena es que son inmunes aquellas personas que conservan todavía al menos el 80 por ciento del sentido común en este mundo confuso. Favor de consultar a su etimólogo de cabecera para descifrar raíces, afijos y sufijos de la coprocibernesis. Si no entendió el presente texto, acuda a la clínica más cercana. Puede que ya esté contaminado por el virus.