Tepic, Nayarit, viernes 18 de octubre de 2024

De penitenciarías y traslados

Salvador Mancillas

05 de Octubre de 2024

El siglo XIX se sentía orgulloso de sus modernas penitenciarías, escribió Michel Foucalt en su famoso texto “Vigilar y Castigar”. En menos de dos siglos se registró una transición compleja que va del castigo corporal directo, a base de azotes, torturas y otras aplicaciones propias de la Santa Inquisición, al dominio del “alma” mediante las “tecnologías coercitivas del comportamiento” y sus dispositivos de control, clasificación, vigilancia, estudios médicos, tratamientos y correctivos disciplinarios. Los ideólogos de la modernidad argumentaban que el modelo de las nuevas formas de castigo, era más racional y humano que el medieval, aunque en el fondo se veía al delincuente como miembro de una especie diferente y extraña, o cuando menos como un alienado.

México intentó plegarse a los dictados de la modernidad, dejando en la discrecionalidad el uso del castigo corporal, cuyas técnicas hoy forman parte del folklore siniestro de nuestras policías autoritarias: tehuacanazos, toques en los testículos, navajas en las uñas, asfixia con agua, cabeza encapuchada con bolsas de plástico, etcétera. Bien que mal se procuró salvar los derechos de los presuntos delincuentes y empezó a hablarse de readaptación, rehabilitación, reinserción social y otros conceptos de contenido humanista. La cárcel empezó a ser centro de cautiverio, adicionado con cierta disciplina que hacía las veces de escuela, centro productivo y manicomio, las tres clases de encierro diseñadas, en la modernidad, para el control social. Nuestras cárceles han funcionado así desde el siglo XX hasta la fecha.

Nuestra penal de Tepic, que responde a ese modelo, fue llevada a un extremo romántico durante la administración del gobernador Julián Gascón Mercado, quien hizo hincapié en el factor productivo para rehabilitar a los internos. Los oficios prácticos o artes manuales se utilizaron como una suerte de terapia laboral, que garantizaron cierta compensación económica a esta suerte de artesanos-obreros-alumnos encerrados que eran los internos. Como se trataba, generalmente, de reos de baja peligrosidad, su control no representaba grandes dificultades operativas. Hay testimonios, por ejemplo, de que, durante la construcción de la torre de Rectoría de la Universidad Autónoma de Nayarit, la penal aportó mano de obra de la penal como contribución social al proyecto, y es de sorprender que no se registraran intentos de fuga u otros incidentes, a pesar del relativo relajamiento de la vigilancia. Fue esta, quizá, la mejor etapa del CERESO “Venustiano Carnaza”. Al menos, sus condiciones de vida interna fueron mucho mejores que la vieja Penitenciaría que funcionó en la parte baja de Palacio de Gobierno, donde estaban revueltos hombres y mujeres en un medio insalubre, sin baños y obligados a hacer sus necesidades dentro de un barril. Cotidianamente los internos del nuevo penal hacían labores que buscaban devolverles un orgullo de pertenencia y utilidad social, como confeccionar los uniformes y hasta las botas de los policías y agentes viales del gobierno estatal.

Sin embargo, este modelo entró pronto en decadencia por varios factores, entre ellos, la disminución del presupuesto para sostenerlo, el aumento de la población y el surgimiento, consolidación y poderío de una nueva clase de delincuentes: los narcotraficantes. Las penales tradicionales se volvieron porosas, atravesadas de cabo a rabo por las influencias externas e internas de los grupos criminales, lo que ha impulsado al gobierno federal a construir nuevos tipos de cárceles, los llamados “penales de alta seguridad”, que son costosos por el uso de refinadas tecnologías en la construcción de las soberbias y opacas fortalezas, así como en el manejo de la rigurosa disciplina de sus moradores. ¿Los nuevos modelos de penitenciarías son viables, buenos o adecuados? Una valoración de este tipo es polémica, aunque la separación de los reclusos de alta peligrosidad, respecto de los del orden común parece, por lo pronto, recomendable, por el peligro de sometimiento de estos últimos a aquellos. Otra ventaja es que reduce el riesgo de que las mafias se aventuren a rescatarlos, en especial cuando deben ser sacados del penal tradicional para conducirlos a los juzgados federales donde son procesados. En el caso del penal de Tepic, los custodios deben observar estrictas medidas de seguridad al llevar a declarar a un peligroso capo hasta los juzgados de El Rincón, pues en el trayecto pueden ser interceptados por comandos de rescate poderosamente armados.

Hay todavía 25 mil reos del fuero federal que hay que reubicar en el país, para la cual se necesitan construir al menos siete nuevas penitenciarías de alta seguridad, pues mantenerlos en los obsoletos penales tradicionales constituye una especie de bomba de tiempo. Planteado así el problema y el contexto, se explica por qué es muy difícil “que el penal de El Rincón se vaya”.  Viendo la realidad en frío, no es tan malo tener una penitenciaría de alta seguridad en el estado, mientras la humanidad no establezca mejores métodos de reinserción social de las “ovejas descarriadas”. En tanto el gobierno federal haga lo suyo, al gobierno local debe preocuparle la creación de un nuevo sistema de atención penitenciaria para los reclusos del orden común, que sea más humano, más práctico, más científico y más eficiente en todos sus aspectos, pues mantener un modelo obsoleto, como el tradicional, sólo puede generar gastos innecesarios y resultados siempre indeseables.


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