Tepic, Nayarit, miércoles 17 de abril de 2024

Los sufrimientos de mi madre

Oscar González Bonilla

27 de agosto de 2013

Mi madre sufre. A sus 81 años las dolencias crónicas en rodillas hacen su andar no sólo lento sino vacilante, se añade falta de cartílago en la columna vertebral que produce un dolor punzante, pero terriblemente grave son los estragos del Alzheimer que avanza pausado, sigiloso y efectivo.

Lo inmediato no recuerda, las imágenes se borran de su pensamiento con increíble velocidad, mas las vivencias de antaño, cuando niña, perviven, son evocadas sin el mayor esfuerzo, incluso a detalle.

Platica andanzas en un enorme corral que poseía la casa de los padres de José Félix Torres Haro por la calle Mina, don Valerio y doña Lucía, al que la señora toda amabilidad les permitía el ingreso a mi madre y hermanos. “Salíamos cargados de diversas frutas que cortábamos en cantidad de árboles que allí se encontraban, las que comíamos con aquel gozo de chiquillo”.

Mi madre, Hilda Bonilla Guerrero, durante su niñez vivió en casa de renta por la calle León casi esquina con Mina, en zona poniente de Tepic. Hizo amistad con Félix Torres, pero andando el tiempo más entrañable fue su relación con Donaciano González González “Shangái”, a quien se unió en matrimonio cuando aún no alcanzada la edad ciudadana. Ella rememora que se conocieron cuando mi papá visitaba a un compañero músico trompetista, Felipe Guzmán, que vivía al lado.

Se acuerda de una escuela ubicada en terrenos de La Alameda, donde cursó iniciales estudios de instrucción primaria, continuó en la Belisario Domínguez, hoy Gabriel Leyva, para terminar en la escuela Madero que en ese tiempo la directora era Ramona Ceceña, ameritada maestra de cantidad de generaciones.

Doña Hilda recuerda que en sexto año de primaria en la Madero, ella frisaba los quince años de edad, tuvo como compañero, entre otros, al señor embajador Celso H. Delgado Ramírez, quien fuera gobernador de Nayarit en el periodo 1987-1993.

Trae a la memoria la imagen de su abuelo don Jesús Bonilla, destacado pintor venido del estado de Puebla.  En aquella época dibujaba escenarios para obras que se representaban en el Teatro Calderón, situado en Tepic en la esquina de las calles Hidalgo y Veracruz, edificio más tarde albergue durante años del cine Amado Nervo, hoy de un centro comercial.

El artista era requerido por las familias adineradas de Tepic para transmitir enseñanzas de pintura a jovencitas integrantes de las mismas, pero su afición al alcohol provocaba intentos de sobrepasarse con ellas. Bastaba una pequeña queja para ser despedido con pitos destemplados.

Don Jesús Bonilla pasó a la posteridad por ser el autor de pintura alojada en la cúpula de entrada a la catedral de Tepic, asimismo fue creador de imagen de la virgen de Guadalupe que para los feligreses posa en el templo católico de Bellavista, poblado a once kilómetros de la capital nayarita.

Mi madre procede de una familia humilde, integrada por doña María de Jesús Guerrero Andrade y don Aarón Bonilla Flores y ocho hijos: Alejandro, Hilda, Guadalupe, Inés, Guillermo, Cuauhtémoc, Cristina y Federico.

Dice mi madre que para darle manutención a ese ejército, don Aarón se desempeñaba como chofer de los muchos camiones propiedad de don Pablo Anaya, a quien describe como narigón y gangoso al hablar, pero además “muy codo duro”, el que a la costa de Nayarit enviaba para su venta jabón y otras mercancías. Del primero en cantidades industriales, pues poseía fábrica.

Al chofer de su confianza y aprecio, “Bonilla”, le pagaba un salario de cinco pesos. Don Pablo Anaya vivió en una gran residencia, aún existe, en la esquina de la avenida Allende y calle León, en Tepic.

Claro que en la vida familiar hubo muchísimos más momentos agradables, llenos de buena convivencia, ternura y  amor, pero en la memoria de mi madre están muy grabados los para ella ásperos, como aquellos en que doña Chuy ejercía un férreo control sobre ella hasta incluso prohibir que se paseara en los resbaladeros del Jardín Azcona, hoy nombrado a la Madre. Menciona que Alejandro, su hermano mayor, les hacía la vida de cuadritos y los trataba a coscorrones.

A doña Hilda Bonilla su doctora familiar del Seguro Social, Martha Águila, le diagnosticó principios de Alzheimer, pérdida de la memoria que es una condición de las más temidas en la vejez. Es frecuente que mi madre olvide lo que acaba de suceder, que haga la misma pregunta varias veces y no sepa el día en que vive, menos mes y año, presenta olvidos leves, como dónde ha dejado objetos familiares o nombres previamente conocidos. Es progresiva su incapacidad para recordar, razonar y resolver problemas.

La méndiga enfermedad le provoca comportamientos caprichosos, es el caso de no querer ingerir medicamentos y tirarse al piso para levantarse hasta en tanto uno de sus hijos esté presente. Sufre de cambios emocionales, llora hasta conmover, pretexta sentirse muy mal, para demandar la inmediata asistencia de sus hijos. Estos trastornos se registran en instantes de soledad, que a ella le parecen días sin ver a sus retoños.

Desde que mi padre falleció, víctima de cáncer pulmonar, el 16 de mayo de 1987, doña Hilda vive aparentemente sola, no permite siquiera que nadie duerma en su casa para auxiliarla en caso requerido, sin embargo al paso del tiempo deberán ser sus hijos quienes asuman el mando de las decisiones.

Los cinco estamos muy al pendiente de ella, que nada le falte, aunque no podemos estar en su compañía las 24 horas del día por nuestras ocupaciones. Pues deben hacerlo, me dice una amiga, su madre nunca les regateó un minuto de atención, así tuviera muchos quehaceres, lo cual es verdad. Para “cubrir” esas ausencias pagamos a una señora que la atiende, hace de comer y los quehaceres de la casa.

Su carácter un tanto se agrió, aunque delante de sus hijos Oscar, Josefina, Roberto Efraín, Juan Gonzalo y César Donaciano, en ese orden, es la madre toda ternura, abierto su corazón al amor que nos prodigó desde nuestro nacimiento, el orgullo elevado a la enésima potencia por saber que su esfuerzo, cuidado e incansable trabajo no fue en vano, crió a mujer y hombres de bien. Hoy corresponde a nosotros retribuir.

Es cruel decirlo, me provoca un pesar infinito, pero mi madre solo está en espera de la muerte. Ojalá el ser supremo nos permita tenerla a nuestro lado mucho más tiempo, aunque nos repita “es que ya estoy mal de la cabeza” cuando no recuerda un suceso inmediato o reconvenimos por algo que mal dijo sin pensar. Así la queremos, también la amamos.

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